Museo Pablo Serrano
Javier Gascón Tovar Zaragoza
La crónica aparecida en El Periódico de Aragón sobre el aniversario de la ampliación del Museo Pablo Serrano solo tiene un elemento acertado: el entrecomillado que lo considera «referente cultural».
Este centro de arte solo fue un auténtico referente expositivo, museístico y artístico en la etapa en que fue dirigido por Cristina Giménez, a comienzos de los 90. Arquitectónicamente, el edificio no ha hecho sino empeorar la primera reforma que convirtió el Antiguo Hogar Pignatelli en un museo singular, de dimensiones y recursos ponderados que permitían gestionar tanto la exhibición permanente de una muestra del fondo escultórico de su inspirador como la programación de exposiciones temporales y la gestión de un programa de actividades formativas y proyectos creativos de interés. El viejo proyecto de ampliación física del edificio llegó en el peor momento posible: en vísperas del estallido de la burbuja inmobiliaria. La superposición de plantas con fines expositivos hipotecó cualquier otra acción que no fuera el disfrute de las vistas y la programación musical de la magnífica terraza. Pero un mirador no justifica sepultar un museo.
Los ejecutivos autonómicos de Lanzuela, Rudi e Iglesias mostraron el absoluto desinterés de la clase política hacia la cultura actual como sector económico estratégico, relegándolo al de mera excusa para cortes de cintas de equipamientos sobredimensionados, sin proyecto ni cálculos de costes.
En cuanto al actual gobierno, arrastra los pies mientras contempla cómo languidecen proyectos más humildes pero de mucho mayor alcance, como el CDAN de Huesca. El ahora denominado de forma grandilocuente Instituto Aragonés de Arte y Cultura Contemporáneos pretende abarcar con su largo nombre todo lo que es incapaz de promover y proteger. De los tiempos en que una pequeña y dinámica galería (CAZ) florecía frente a un pequeño museo generando simbiosis positivas para la ciudad y la escena artística no solo local, pasamos en dos décadas a crear un monstruo arquitectónico con pies de barro que engulle presupuestos para su manutención, sin dejar tras de sí más que cacas de oveja.