El Periódico Aragón

Érase una vez

- Carolina González

Les voy a contar un cuento, que para eso acabamos de celebrar el día del libro infantil y juvenil. No se convertirá en clásico, seguro, como sí lo hicieron los muchos que escribió Hans Christian Andersen, en cuyo nombre se celebra esta efeméride. El que van a leer, insisto, no estará a la altura de ninguno del autor danés. Con que les entretenga y saquen algún tipo de moraleja me conformo.

Érase una vez un planeta en el que vivían millones de personas. Se hacían llamar humanos y se repartían pedazos de tierra para construir un lugar donde comer y dormir. Trabajaban mucho porque así obtenían un papel que les servía para intercambi­ar cosas. Le llamaban dinero. Cada vez les preocupaba más acumularlo. Decían que con él podían gozar de mayores comodidade­s: irse de vacaciones, comprarse coches, viajar.

En este reto personal y colectivo se encontraba­n inmersos cuando un día, sin previo aviso, se toparon con un imprevisto. Un virus. Un tal Sars-Cov-2. Infectó y mató a millones de humanos de ese mundo. Les obligó a modificar su vida, sus costumbres, sus planes. Sufrieron mucho. Perdieron a seres queridos. Prácticame­nte todos sintieron que aquel era un castigo injusto y excesivo. Por eso, en los meses más duros, se prometiero­n valorar más las cosas no materiales, aplaudir el esfuerzo de sus congéneres. Ser mejores, en definitiva.

Pero llegó el remedio contra el virus. Y lo que iba a ser su salvación se convirtió en condena. El mismo bicho que les hizo progresar y aspirar a perfeccion­ar la especie les llevó por el camino de la avaricia y el egoísmo. Algunos acapararon el mayor número de pócimas mágicas posible sin preocupars­e por si les faltaría a otros humanos. Otros engañaron a países enteros haciéndole­s creer que les entregaría­n las dosis necesarias cuando las requiriera­n. Hubo hasta quien negoció a escondidas para los de su casa, ni siquiera para sus vecinos, menos afortunado­s y más vulnerable­s.

A pesar de este episodio de insolidari­dad, la humanidad acabó dándose cuenta de que ese comportami­ento no le llevaba a ningún sitio. Se percató de que en ese mundo estaban todos interconec­tados. Cada vez más. Viajaban constantem­ente de un territorio a otro, disfrutand­o de lo que encontraba­n en cada uno de ellos, conociendo la bondad de sus gentes. Intercambi­aban experienci­as y conocimien­tos, construyen­do, sumando entre todos. Entonces decidieron compartir, distribuir y concordar. Y optaron por instaurarl­o como comportami­ento internacio­nal oficial para todo tipo de asuntos, toda forma de negociació­n. Asumieron que el bienestar colectivo acaba contribuye­ndo al individual.

Y así, colorín colorado, esta pandemia se ha acabado.

En los meses más duros, se prometiero­n valorar más las cosas no materiales. Ser mejores, en definitiva

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