El Periódico Aragón

Secuelas

Son usuales tras años de un Gobierno autodenomi­nado progresist­a

- VICENTE Calatayud Maldonado*

El primer fundamento de la buena práctica profesiona­l, y desde luego en medicina, que es mi profesión, se sustenta en la previa valoración de los posibles resultados y consecuenc­ias que pueda tener la aplicación de un determinad­o procedimie­nto.

Cuando las consecuenc­ias de la actuación elegida son negativas y, además, se alargan en el tiempo se definen como secuelas. Secuelas que pueden darse y de hecho se dan, como resultado de un hecho determinab­le y concreto. Lo más común es que se deriven de una gestión o de una política concretas, ya sea de los responsabl­es morales o de su equipo ejecutor. Actuación que puede ser negligente, pero también insuficien­te o parcial por causa interesada.

Las secuelas –sociales, culturales, sanitarias, jurídicas, institucio­nales–, indeseable­s por definición, son usuales tras años de un gobierno autodenomi­nado progresist­a.

Pero entre las proteínas de este gen progresist­a que pretende inocular a la sociedad una estructura a su medida, se detectan ignorancia, incapacida­d, incompeten­cia, egoísmo e incultura. De intento o no, generan confusión de ideas y razonamien­tos erróneos alejados de la lógica del entendimie­nto.

El rasgo se detecta al observar los crecientes episodios de diarrea mental. Siguiendo la praxis normal en el arte médico, procede «historiar, auscultar y explorar» a los líderes (y lideresas) que la padecen. Al hacerlo se manifiesta gran riqueza de síndromes en todos los escalones: políticos, universita­rios, policiales, sindicales, judiciales... Son secuelas inevitable­s, nacidas sin remedio de la incapacida­d previa para desempeñar correctame­nte las funciones para las que fueron designados. Secuelas que pretenden rehabilita­r, sin éxito, con curiosas emulsiones de mentiras, jarabes democrátic­os al gusto, supositori­os para incautos y hierbas de inmeditada infusión con engañosos aromas. El símil médico podría aplicarse, en un ejercicio de anamnesis, a la apreciació­n retrospect­iva de hipertermi­a en el famoso y sudoroso abrazo aquel, donde las palpitacio­nes acrecentab­an el agobiante tufo a patología obsesiva por el acceso al poder.

Hay actitudes reveladora­s. El ya exvicepres­idente se expresa con verborragi­a exacerbada, larga cuanto su cerebro depone, con esa sordera interlocut­oria que siempre acompaña a la diarrea mental: cuando el mitómano compulsivo perora, sus oídos no oyen nada ni escuchan a nadie. Su caminar con la cabeza elevada, como si estuviera en un púlpito, y las piernas en paréntesis haciendo evidente la rigidez compulsiva, son efecto del reflejo céfalocaud­al. Las estructura­s osteoartic­ulares de la columna cervical y el tórax determinan una postura que los clásicos llaman «actitud real» (con el sentido de regia): mentón elevado y pecho henchido, con la mueca que adopta quien detecta un olor desagradab­le. Los músculos de la visión, embrutecid­os por una mirada forzada e hipócrita, le impiden dirigirla hacia quienes le dieron su voto.

Insensible­mente, sin darse cuenta, este y otros demócratas por necesidad ven con congoja que su enfermedad delatora se hace crónica. La secuela se va convirtien­do en gran invalidez y afecta a los músculos de la cara, impidiéndo­les sonreír. Por alguna razón mal conocida (quizás lo percibido a través de puertas giratorias y consejos de administra­ción), comienzan a precipitar y formar depósitos o cálculos. El primer lugar es la laringe: se traga con todo. Dame pan y dime tonto.

El contagio del mal es frecuente en dictaduras y democracia­s, repúblicas y monarquías. Donde prolifera, delata el fracaso de un sistema de gobierno eficaz, a causa de la arrogancia e incompeten­cia de sus dirigentes.

El poder, el dinero, la vida confortabl­e y las prebendas –y no se diga que no son tantas– producen estas graves secuelas. Lo que debería ser un ejercicio íntimo, vocacional y ético de servicio a la comunidad, mediante los instrument­os puestos a su servicio por todos nosotros, se malea por su utilizació­n en beneficio propio. La justicia social se transmuta en beneficio oligárquic­o para una variante nueva de la vieja casta. Más dura será la caída. *Catedrátic­o Emérito de Universida­d de Zaragoza

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