Qué lugares
Apesar de la nueva normalidad, nada se ha normalizado exactamente. Un año después, a veces me entra la melancolía y recuerdo cómo nos comportábamos antes, creyendo que vivir así era natural, sin sospechar nunca que todo podría cambiar de repente y para tanto tiempo. Ahora me da por pensar que un día podremos decir a las generaciones futuras: yo he visto cosas que no creeríais, he visto arder naves más allá de Orión, he visto brillar rayos en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser y he escrito libros enteros en diversos bares –los cuarteles de invierno donde prefería estar–, sin mascarilla, con tapas expuestas en la barra, con señoras jugando a las tragaperras, sin más geles alcohólicos que las pócimas en las copas de los albañiles, con gente que a veces se acercaba a menos de un metro, sin temor.
No crean que ya entonces me servía cualquier cosa. Buscaba lugares preferiblemente grandes, con muchas mesas, casi vacíos. Los hombres me cedían EL PERIÓDICO y yo aceptaba. Con camareros cordiales, pero no mucho. Con rincones donde nadie pudiera verme por la espalda y, sin embargo, yo pudiera controlar la puerta, como lo hace un detective o un delincuente. Mi alma se calienta escribiendo, igual que la de Diderot, y los bares eran sitios donde escribía. Sitios donde pensaba. Sitios donde observaba. Parecen lugares públicos pero eran entonces, cuando permanecía en ellos varias horas, tan mentalmente solitarios como el acto de escribir. Sitios donde esperaba. Ahora todo parece un simulacro de algo y no puedo concentrarme en redactar ni una maldita línea. Tomo el café con pesimismo y urgencia. Pago. Sonrío al camarero debajo de mi mascarilla. No sé si se entera. No oigo bien lo que tal vez me dice. Me voy con mi música y mis papeles a otra parte. Pienso con añoranza: bares, qué lugares. =
*Filóloga y escritora