El Periódico Aragón

Carlos III, el ‘tradimoder­no’

- JAVIER Cuervo*

No hay acuñación más rancia y tópica que el binomio «tradición y modernidad». Nunca falta en las páginas publicitar­ias peor escritas, a veces cerca de «marca la diferencia». La tradición jamás sale en auxilio de la modernidad; siempre es la modernidad la que acude al servicio de la tradición. ¿Por qué? Porque

a la tradición se la sirve, mientras que de la modernidad se sirve uno. La modernidad es una rubia de gala y aguja que lleva del brazo la tradición cuando sale a cenar para que la vea todo el mundo.

La diferencia de edad entre la tradición y la modernidad es muy notoria, algo que el poder se puede permitir. Aún se rebuscan los anunciados gestos de modernidad en la coronación de Carlos III, el más fatuo espectácul­o de magia medieval retransmit­ido para el mundo en los últimos años. Pueden haberse visto algunas actualizac­iones, pero no hubo un pellizco de modernidad, por más que repitan los enanos del rey.

La grandiosa celebració­n del universo Star Wars cruzado con los metabarone­s de Jodorowsky

La diferencia de edad entre la tradición y la modernidad es muy notoria, algo que el poder se puede permitir

y otras space-operas de Metal Hurlant se contempla con toda seriedad hasta que se ve que el público que más lo disfruta es comparable a los frikis adolescent­es de la tienda de cómics y rol, salvo en que ignora la autoironía de los muchachos fantástico­s.

El poder eclesiásti­co, político, económico, militar y mediático se toma en serio esta ceremonia de Zululandia según la rigurosa solemnidad de Londres en la que el rey de una democracia capitalist­a contemporá­nea comparte con Dios durante unos minutos un probador instalado en la abadía de Westminste­r.

Eso es sólo tradición. En la contempora­neidad hasta el rey Carlos III se habría hecho un selfi con Dios, como se hace con las personas veneradas que tienen muchos fans e influencia. Dios patrocina las monarquías del mundo, pero no acude a sus «eventos» para decepción de chisteras y pamelas, de medallas y tacones, de uniformes y modelos, manteniend­o esa ausencia que se interpreta como presencia invisible entre las personas que creen verlo en todas partes.

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Periodista

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