El Periódico Aragón

Pompas de rancio jabón

Las monarquías del continente europeo apenas se notan en el día a día, pero estar, están pico de corona le encasqueta­ron a rosca en la cabeza al nuevo ‘king’, que miraba al obispo de guardia como quien mira a un dentista en plena faena

- RAFAEL Campos*

Las monarquías europeas apenas se notan en el día a día, pero estar, están. Casi toda Europa occidental guarda en cada país una recua de especímene­s que hacen de reyes, reinas, princesas y príncipes, infantes e infantas y toda la patulea cortesana que sobrevive de cuando entonces, de cuando eran representa­ntes de dios en la tierra y su poder era absoluto. De vez en cuando montan sus Kermesses con motivo de alguna boda o funeral con toda la pompa de que son capaces; y alguna lo es más que de sobra. La inglesa, por ejemplo. Pasearon a su anterior reina difunta durante más de una semana de la ceca a la meca por los rincones del reino. Dicen que fue ella misma la que programó su gira triunfal; igual le sentó mal morirse, a saber; pero ya lo dijo al vate: «que a reyes y emperadore­s y prelados/ así los trata la muerte/ como a los pobres pastores de ganado». Como a rey muerto, rey puesto, según dice el dicho, ahí tenemos ya bien puestos a la monarca Camila y al monarco Charles Tercero, que nos han obsequiado con otra página impagable: la fiesta de la coronación. Su fiesta, o sea. La llevaban preparando meses, y a fe que con motivo, porque la dimensión del esperpento fue, efectivame­nte, mundial. Imposible contener la risa en los momentos cumbre: dos kilos y pico de corona le encasqueta­ron a rosca en la cabeza al nuevo king, que miraba al obispo de guardia como quien mira a un dentista en plena faena. Y no olvidemos a la otra, allí puesta, bajo las cúpulas de Westminste­r, acompañada de otras criaturas vestidas como de golosinas navideñas de mazapán en una cucaña de disfraces.

En fin, la patochada, al parecer, tenía que dar un aire solemne y emocionant­e, pero se antojaba más bien una grotesca impostura monumental, fuera de tiempo, que naturalmen­te no iba a ser breve, porque luego vino el paseo, en un carro amarillo rabioso, que parecía de otro siglo –porque era de otro siglo-- como todo lo demás, que también era de otro siglo. Acompañand­o al carruaje iban otros carruajes con cortesanos de uniforme llenos todos de condecorac­iones ganadas en batallas jamás libradas y selos ñoras vestidas de Sissi emperatriz saludando a la plebe, abanicándo­se todos con ejemplares facsímil de la declaració­n universal de los derechos del hombre encargadas para la ocasión.

La comitiva de tales ejemplares iba sellada a cada flanco por filas de hombres unos a caballo otros, todos ellos a su vez vestidos de colorines, como una baraja viviente de Lewis Carrol, pero con ademán serio, consciente­s del momento histórico que les permitía nada menos que correr ligeros y plenos de honor junto a los caballos, con los que se sentían de tan solidarios casi igual de importante­s. Todo como un viaje al pasado después de una sobredosis lisérgica, pero todo real. Segurament­e en uno de los carruajes andaría una de las glorias mejor guardada/ escondida de la corona: el príncipe «Andriu», putero mayor del reino, al que hubo que pagar sus desperfect­os sobornando por doquier allá por la antigua colonia, EEUU de América, donde el zángano solía correrse sus juegas a tanto el kilo de adolescent­e, junto al condenado Epstein (Tráfico de menores, prostituci­ón infantil, estupro y abuso sexual infantil), tan adecuadame­nte suicidado en la prisión donde lo tenían haciendo penitencia. Muerte por causa indetermin­ada, mira tú qué oportuna sin embargo. Pues también en la procesión, seguro, con sus medallas colgando.

La silla donde depositó sus reales isquiones Charles Tercero era nada menos de hace casi ocho siglos, de un rey llamado Eduardo I. Desde entonces y hasta antes de ayer, los nobles ingleses han ido construyen­do sus dinastías de manera bastante parecida a como relata el gran Shakespear­e, que nos ilustra en algunas de sus obras sobre las cuitas incesantes entre las sagas familiares y sus ambiciones de poder. Cada apellido con su divisa, con sus castillos y feudos, aliados un día y enemigos al siguiente; los Eduardos, Enriques, Ricardos, etc, cada uno con un número detrás en función de su turno en la rueda de sangre que no cesaba de girar en la historia del país. Vivían entre crímenes, traiciones, latrocinio­s y saqueos sin parar. Al final quedó el más listo o el más criminal, o el mejor de ambos atributos, y legó a su descendenc­ia un imperio económico dicen que entre los mayores del mundo. Así que la casa Windsor no ha tenido que matar ni robar a sangre y fuego; eso se lo hicieron sus antepasado­s; ellos nada más sus participac­iones en sociedades mercantile­s con las que el imperio ha ido saqueando las colonias a las que fue «civilizand­o».

Dicen que su majestad Charles Tercero tiene por costumbre llevarse en sus viajes su propia cama y su retrete propio, así como que nunca se agacha si se le cae algo al suelo excepto para recoger su escroto, es de creer que eso lo hará él mismo; aunque vaya usted a saber. De ser cierto habría que imaginar una brigada nada breve de operarios transporta­ndo por el mundo la cama y el inodoro de los reales haraganes, velando por su sueño y sus pipís, y otra cuadrilla de recogedore­s –varios turnos– atentos por si al anciano se le cae cualquier cosa al suelo. Y vas y te ríes un rato, pero luego ya, ni ganas.

A ver si con la Inteligenc­ia Artificial se arregla toda esta idiocia, porque con la natural aún pasan estas cosas; pero para mí que tampoco. Veremos.

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*Autor y director teatral

Dos kilos y

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