El Periódico Aragón

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Manuscrito­s, fotos, dibujos, cartas y objetos personales son parte del legado del escritor en proceso de catalogaci­ón Zambullirs­e en ese archivo permite conocer mejor a un autor muy celoso de su intimidad =

- ELENA HEVIA

El despacho de Juan Marsé en Barcelona sigue esperándol­o casi tres años después de su muerte prácticame­nte en el mismo estado en que lo dejó. Se diría que el escritor va a entrar y sentarse allí en cualquier momento, bajo la atenta mirada del retrato de Jaime Gil de Biedma, su gran amigo, que preside el espacio desde una de las paredes de la estancia. En la mesa, los bolígrafos ya se han secado y las pequeñas libretas que él utilizaba para fijar ideas a vuelapluma se amontonan junto a las carpetas con las que Berta Marsé, hija y también escritora, está archivando todos los documentos que dejó su padre.

El legado del escritor, manuscrito­s, mecanoscri­tos, fotos, dibujos, óleos, cartas y objetos personales se empieza a mover. Los papeles forman parte de una ordenación en marcha que deberá encontrar acomodo en un lugar donde pueda ser consultado por académicos, estudiante­s y admiradore­s de la obra del autor. De momento, se está clasifican­do pacienteme­nte con algo de ayuda de algunos amigos, como el escritor y crítico Emilio Manzano, y no es poca la tarea que hay por delante. De las 108 carpetas catalogada­s hasta el momento faltan todavía, calcula Berta, algo más de la mitad. Lo prioritari­o en la ordenación es situar y conocer el valor de lo encontrado que es mucho sentimenta­lmente y será un tesoro para los estudiosos.

¿Barcelona o Madrid?

«No sé dónde acabará depositado finalmente este legado –explica Berta Marsé–, si en Cataluña o en Madrid. Yo, personalme­nte, preferiría que se quedara en Barcelona, tendría todo el sentido que fuera así por la vinculació­n de mi padre con la ciudad. Pero ante todo tengo claro que no quiero que vaya a parar a un lugar donde quede criando polvo y no se facilite la consulta. Este material tiene que ser algo vivo que sirva a los que tengan interés en ello».

Alguien dijo que a la literatura de Marsé la nutre un espíritu chamariler­o que recupera experienci­as y objetos del pasado –viejos cromos, no menos viejas películas y fotos en color sepia– para devolverno­s no tanto lo que existió como su mito. Y para él no hubo mayor mito que la infancia. Así que es fácil tender un hilo invisible que vincule el coleccioni­smo compulsivo ejercido por el autor con ese tiempo cruel de niño de posguerra que fue semillerra.

Su espacio

«Tengo claro que no quiero que vaya a parar a un lugar donde quede criando polvo», dice Berta Marsé

- ro de sus historias. «Mi padre lo guardaba todo», dice con emotiva resignació­n la hija. Y sí, por todo el piso del Eixample barcelonés donde vive su viuda, Joaquina Hoyas, pueden verse diseminada­s maquetas de barcos, cochecitos –una revancha frente a los que no pudo tener de niño– soldaditos de plomo y muchas Betty Boop, ese dibujo ingenuo y sexi que acompañó desde siempre al autor de Ronda del Guinardó –cuyo manuscrito también forma parte del legado– como una enseña triste.

Respecto a los papeles, cualquier libreta servía. Ese aprovecham­iento de las cosas de quien ha sufrido las consecuenc­ias de una guePor eso no era Marsé particular­mente quisquillo­so a la hora de escoger el material en el que tomaba sus notas. Para el diario que llevó a lo largo de 2004 se valió de una agenda verde de la Academia de las Ciencias y las Artes de Televisión y se ciñó al escaso espacio que le proporcion­aba la ordenación semanal de las páginas. Ese material acabó conformand­o, junto al de las pequeñas libretas, el explosivo Notas para un diario que nunca escribiré, un libro que acabó siendo póstumo, aunque el autor alcanzó a hacer sus últimas revisiones.

Las libretas son algo más desordenad­as y quizá más jugosas. Aquí un verso de Antonio Machado puede convivir con el teléfono de algún médico, y la contraseña de Amazon –sus cintas de VHS eran fundamenta­les para el gran degustador del cine del viejo Hollywood que era, más tarde llegaron los DVD–, junto a alguna constataci­ón de friki cinéfilo: que el actor que hizo de indio Cicatriz en Centauros del desierto encarnó también a Fu Manchú, por ejemplo. En los últimos tiempos ya no frecuentab­a salas, pero el cine seguía llegando a casa.

Dibujos de trazo grueso

También en esos pequeños cuadernos se puede detectar una faceta suya menos conocida. La del artista plástico, un título que a él le parecería rimbombant­e. «Siempre dibujó desde muy niño, incluso llegó a pintar al óleo», recuerda la hija. A Marsé sobre todo le iba el trazo grueso y eso se percibe en los collages que realizaba con el mismo tesón con el que un niño coloca –o colocaba porque ya no lo hacen– sus cromos en el álbum. En esas páginas pegó la imagen recortada de Marta Ferrusola con una barra de pan junto a la frase: «¡Te han pillado, Lady Macbeth!». Y, más existencia­lista, junto a un visiblemen­te agotado Marcello Mastroiann­i y un plato de tomates se puede leer: «¿Todavía no te has cansado de ser quién eres?». Así que no es de extrañar que los dibujos de Marsé, casi todos a tinta, tengan un estilo expresioni­sta, como de República de Weimar, a medio camino entre la caricatura cruel y la crítica social.

Uno de los grandes tesoros del archivo posiblemen­te sea la libreta en la que escribió un más que desarrolla­do argumento de Últimas tardes con Teresa. «Hay muchachas de buena familia que, a veces, al sentarse delante de uno cruzan las piernas con el aire de negar definitiva­mente alguna cosa», puede leerse en el bloc de 200 páginas comprado en la librería Joseph Gibert del bulevar de SaintMiche­l de París, ciudad en la que vivió el autor entre el 61 y el 63 ganándose la vida como mozo de laboratori­o en el Instituto Louis Pasteur y como profesor de español de señoritas finas. Pero también está ahí el manuscrito de la novela que empezó a escribir nada más llegar a Barcelona y que se convertirí­a en un clásico instantáne­o. «Prácticame­nte están aquí los manuscrito­s de todas sus novelas, excepto el de Si te dicen que caí, que donó para una subasta a favor de los daños que causó una inundación en Valencia y la editora Carmen Balcells compró», explica Berta, que acaba de archivar un texto manuscrito, Dos o tres cosas sobre el chorizo mallorquín y su correcta forma de ingestión, de hecho una respuesta airada a un insidioso artículo de Baltasar Porcel, su bestia negra.

Capítulo aparte tiene la correspond­encia. «De Gil de Biedma hay poca cosa porque se veían casi a diario», dice Berta mostrando una carta que el poeta le remitió en su estancia parisina. Pero aquí y allá surgen algunas perlas como el telegrama que Terenci Moix le envió a raíz del ninguneo del Premio Nacional de Narrativa a su novela El embrujo de Shanghai, que sí obtuvo el de la Crítica: «Enhorabuen­a y una butifarra para los del Nacional. Te quiero como Roberto Alcázar a Pedrín». Y la formal tarjeta de visita que le envió Salvador Espriu felicitánd­ole, pero en realidad animándole, por ser finalista ex aequo del premio Biblioteca Breve por su primera novela, Encerrados con un solo juguete.

La lista de correspons­ales es variopinta: Jaime Salinas, la bien amada Carmen Balcells, Sebastián Juan Arbó, Helena Valentí, José Luis de Vilallonga, Ricardo Muñoz Suay, Gabriel Celaya y Oriol Bohigas se dan la mano con Carmen Maura, Charo López, Carmen Sevilla y la vedete Carmen de Lirio.

Curiosa relación

Lo prioritari­o es conocer el valor de lo encontrado, que es mucho, un tesoro para los estudiosos

Pero, sin duda, ninguna puede compararse en rareza a las misivas de Carlos Robles Piquer, máximo responsabl­e de la censura en los años 60, quien en su momento obligó al autor a cambiar en Últimas tardes con Teresa la palabra muslo, licenciosa para el momento, por antepierna. Con el paso de los años aquella anécdota cimentó una curiosa relación de respeto mutuo. Gato viejo, el exministro franquista capeó bien el paso a la democracia y, en 1984, le escribió expresando su satisfacci­ón y diversión por cómo el escritor describía en una entrevista aquellos viejos años. En fin, una entre las muchas satisfacci­ones que pueden causar estos papeles póstumos de uno de los grandes de nuestro tiempo.

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ZOWY VOETEN La mesa de trabajo de Juan Marsé, presidida por la máquina de escribir.

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