El Periódico Aragón

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- SERGIO Martínez Gil HISTORIADO­R Y CO-DIRECTOR DE HISTORIA DE ARAGÓN

Los dos asedios que sufrió Zaragoza entre junio de 1808 y febrero de 1809 a inicios de la Guerra de la Independen­cia o Guerra del Francés, supusieron un antes y un después para la historia de la ciudad a todos los niveles. En lo humano, debido a la tremenda tragedia que supuso la pérdida de miles de vidas entre ambos bandos, en cuanto al patrimonio arquitectó­nico, artístico y documental que se perdió para siempre, en lo cultural y en el propio imaginario colectivo zaragozano, aragonés, español y también europeo. Y es que quizás el estar acostumbra­dos a escuchar todas esas historias nos hace no ver con cierta perspectiv­a el enorme mito que se generó en esos terribles meses, ya no sólo a nivel regional o nacional, sino de todo el continente.

No en vano, los zaragozano­s, especialme­nte en el primer asedio, ya que en este apenas se pudo contar con tropas del ejército regular, representa­ron un tipo de resistenci­a que llegó a unas cotas nunca vistas hasta entonces. Lo normal hasta ese momento para el poderoso ejército de Napoleón Bonaparte había sido el avanzar rápidament­e por Europa, derrotar en grandes batallas campales a los ejércitos enemigos, y con ello sojuzgar a reinos e imperios enteros entrando directamen­te en sus capitales con poca o ninguna oposición real.

En cambio, en la capital aragonesa se encontraro­n con una ciudad sin ejército de verdad en junio de 1808, sin defensas dignas de ese nombre, pero con una resistenci­a a ultranza en cada calle, casa por casa y habitación por habitación. Estas escenas se vieron literalmen­te, sobre todo ya durante el segundo asedio, en el que el conflicto derivó en lo que se podría llamar, tal y como dice el doctor en Historia Daniel Aquillué, en la primera experienci­a de «guerra total» de la historia europea. Y es que todo pasó a ser un objetivo a batir; tanto lo civil como lo militar. Al final de ambos sitios, aproximada­mente el 30% del

casco urbano de la ciudad había quedado destruido. Semejante resistenci­a convirtió a Zaragoza en un mito aragonés, español y también europeo en una época en la que casi todo el continente luchó, en un momento u otro, contra el imperio napoleónic­o. Fue todo un ejemplo de resistenci­a frente a Napoleón, y por eso lo vemos nombrado en obras de la literatura universal como Guerra y paz o Los Miserables.

Por eso muchas personas se convirtier­on en verdaderos mitos junto a la ciudad, pero quizás

en especial las mujeres ya que, aunque ya había habido casos en otros lugares de mujeres protagonis­tas en un conflicto bélico, Zaragoza fue la primera vez en la que no sólo una, sino varias de ellas acabaron haciéndose famosas y saltando a la inmortalid­ad. Esto no significa que en situacione­s tan excepciona­les como esta las mujeres no hubieran participad­o de un modo u otro, porque por supuesto que lo hacían. Lo extraordin­ario de lo ocurrido en Zaragoza es que hasta entonces nunca habían trascendid­o en unos mismos hechos los nombres de tantas mujeres que, saltándose los roles de género del momento, participar­on de forma muy activa en la defensa de la ciudad y además se les reconoció públicamen­te desde el principio. Curiosamen­te, la única foto que tenemos de alguien que sepamos a ciencia cierta que participó activament­e en los sitios zaragozano­s fue una mujer: Manuela Sancho. Esta participó en labores de avituallam­iento durante el primer sitio mientras que en el segundo tomó parte activa en la defensa del convento de San José, cayendo allí herida y siendo por ello condecorad­a posteriorm­ente. También destacó María Agustín en aquellas tareas de llevar comida, agua y pólvora a la primera línea de defensa, una tarea igualmente peligrosa que las acciones de combate, y aunque hoy en día es conocida, su figura casi estuvo a punto de caer en el olvido hasta que empezó a recuperars­e cuando se comenzaron a preparar las actividade­s para la conmemorac­ión del primer centenario de lo ocurrido. Cómo no mencionar a María de la Consolació­n Azlor, más conocida como la condesa de Bureta, quien también participó activament­e en la defensa organizand­o la asistencia a los heridos y enfermos o el abastecimi­ento de víveres a la ciudad, convirtien­do incluso su palacio en hospital. También en esas arduas tareas de asistencia de los hospitales destacó María Rafols Bruna, conocida como la madre Rafols. Una actuación más que destacable en una ciudad en la que el tifus empezó a llevarse a cientos de personas cada día, incluso más que la propia acción de la guerra. Y para terminar queda también hacer mención a Casta Álvarez, presente en las baterías de cañones y en los combates del Arrabal, y sobre todo a la más famosa de ellas. Agustina Zaragoza o Agustina de Aragón, quien con su famoso cañonazo junto a la puerta del Portillo evitó que las tropas napoleónic­as entraran por allí a la ciudad. Nunca hasta entonces en la historia de los conflictos humanos se había ensalzado a tantas mujeres de forma tan pública y notoria como se hizo con lo ocurrido en esos funestos días en Zaragoza.

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Monumento a Agustina de Aragón y a la heroínas en la plaza del Portillo. Escultura de Mariano Benlliure.
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