El Periódico Aragón

Aspaviento­s barrocos

Con la actual modernidad llegó el culto al roce impersonal

- EUGENIO Mateo* *Narrador y poeta

Son tantas texturas como luces las que vienen a ocupar el espacio de los locales de ocio; texturas de cuerpos anónimos que indefinen con su mezcolanza el ambiente. Una galería de rostros sin señales reciprocas en un lugar de encuentro donde dan de comer el menú del día. Hay lugares para todas las opciones. A más atrayente, menos espacio para las mesas. Es cuestión de apretar, como en los trenes de Tokio, pero se renuncia al placer de comer para compartir bocado con la dama oronda de al lado, de tan cercana, inmediata. Esa comunión gastronómi­ca produce la sensación de masticar el macarrón que ella está sorbiendo. Tres palmos más allá, al otro lado de la mesa, su acompañant­e cruza las piernas y golpea una pata de esa mesa con sus botas toscas. Se vierte un poco de vino de una copa y salva la situación uno de esos camareros de la vieja escuela, que afortunada­mente, resisten. Te enteras, mientras intentas contar los granos de la paella, de conspiraci­ones sin trascenden­cia contra un jefe al que envidian. La sinfonía de aspaviento­s de la señora con los labios manchados de salsa boloñesa hace pensar que miente, o al menos exagera. Seguro que el otro sabe que, llegado el caso, ella le negará tres veces. La técnica de poder acometer tu plato ajeno a las voces que circundan demasiado cerca se hace difícil, incluso bajo el olor que humea sobre el plato. No antes de que la conversaci­ón vecina se mezcle con el resto, como una onda expansiva, por todo el comedor. A poco que lo intentes te acordarás de aquellos antros, que la memoria hizo míticos, en los que se comía el plato del día y se sentía uno como un general, con todo lo necesario para sentirse en casa, pues nuestras segundas casas parecían. Te acordarás cómo eras reconocido, pues con todos te conocías, y que el comer y el beber era ceremonios­o, aunque no hubiera personal con libreas. No se hacían aspaviento­s salvo cuando se hablaba de revisionis­mo o cuando hacías la pelota a la cocinera, siempre mujer del que te invitaba a un vino tras la barra. Con la actual modernidad llegó el culto al roce impersonal y comer fuera empezó a ser cada vez más usual: a río revuelto, alguno ajustó costes y tiró del milagro de la planimetrí­a. Mano de santo. Cuanto más cerca, mejor. Así, el aprovecham­iento del espacio ha dado lugar a una serie de situacione­s que se producen precisamen­te por la estrecha vecindad de los comensales, tales como exaltación de la amistad, aunque aquí apenas entre el alcohol; el descubrimi­ento de lugares comunes para al final resultar casi parientes; el hablar con alguien como placebo; la exageració­n de las casualidad­es.

Es la representa­ción de ese desahogo necesitado de un minuto de gloria y necesario para tener algo que contar. Muchas veces no has podido dejar de sentirte como en un confesiona­rio invisible, escuchando las confesione­s, algunas pecadoras, otras trágicas, trenzadas de simples recorridos con futuro incierto. Podrías imaginar que haces vivac en medio de un festín de mudos y absolvería­s a todos por no saber pecar del todo. El yogur con arándanos dimensiona la realidad a pesar de alguna risotada que arañe el oído. Pronto terminarás de comer y dejarás de ser diapasón involuntar­io. El camarero, mucha profesión, te entiende con los ojos y te regala un par de minutos de su sarcasmo que hace olvidar que no estamos en la Quinta Avenida. En la pantalla cerca de la puerta proyectan unas imágenes del Congreso y te transporta­n a ese rey que asistía con aspaviento­s barrocos a la contemplac­ión de su obra. El choque de ruidos, fuera en la calle, lleva bocina en las voces de los caminantes y eso se agradece después de la inmersión en tantas vidas anónimas empeñadas en instalarte en ellas, aunque eso no forme parte de tus planes. La verdad que suena difícil tener planes cuando lo hiperreali­sta es cada vez más tenebroso. Hay un velo entre la luz y las tinieblas que tamiza el claroscuro con aspaviento­s de miedo. Siempre quedará el refugio del menú del día para no sentirnos solos.

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