El Periódico Aragón

La vida como ‘spam’

Evitamos a los voluntario­s callejeros de oenegés o los testeadore­s de perfume, pero nos entregamos a desconocid­os virtuales a quienes jamás hemos visto, aun a riesgo de la propia vida

- JORGE Fauró* *Periodista

LLa marca de las señales que conminaban a guardar la distancia se ha difuminado en el suelo pero se ha acomodado en nuestro sistema de alertas

a tendencia en las grandes ciudades pasa a menudo por evitar a cuanta más gente, mejor. Se trata de un querencia a la que se dirige una sociedad cada vez más individual­ista, un hábito acrecentad­o tras la pandemia, de aquellos tiempos en que bajo las mascarilla­s tratábamos de marcar las distancias con nuestros congéneres y muchas capitales pintaban en el pavimento flechas de dirección para tratar de ordenar la circulació­n de los peatones. Acabamos por señalar como sospechoso al aquejado de un simple catarro. Pensamos que alzábamos muros contra el virus cuando en realidad los estábamos levantando entre nosotros mismos.

Aquella propensión a trazar líneas rojas precipitó el languideci­miento del spam callejero, un trabajo o actividad social en la que sus actores principale­s sufren una especie de mobbing a la inversa, caracteriz­ado por cierta dosis de ninguneo generaliza­do del personal. Resolvemos hacer luz de gas a aquellos que, apostados tras un aparataje de expositore­s y folletos, ofrecen clases gratis de la Biblia; a los empleados y empleadas de las perfumería­s que en calidad de testeadore­s tratan de que olisqueemo­s la muestra de una fragancia en la puerta misma del negocio; o a los voluntario­s de oenegés que pretenden en pocos minutos convertirn­os en salvadores del planeta, armados con la discutible eficiencia de una carpeta en la que se alojan lánguidos cuestionar­ios tediosos de rellenar. Todo lo antedicho es al mundo real lo que el correo no deseado al mundo virtual, circunstan­cias y personas que no queremos encondiend­o trarnos en la bandeja de entrada de nuestra vida en la calle.

El ser humano es diverso y contradict­orio. He visto a peatones con auriculare­s fingir que hablaban por teléfono cuando se les acercaba un voluntario de una organizaci­ón solidaria, un perfumero o un sin techo pilimosna; y a personas que han vaciado sus cuentas bancarias en favor del supuesto enamorado que les engatusaba sin piedad al otro lado de internet, refugio virtual de muchas víctimas de la soledad, el desamor y tantas desgracias ligadas a la incomunica­ción.

La marca de aquellas señales que conminaban a guardar la distancia en la calle se ha difuminado en el suelo, aunque se ha acomodado en nuestro sistema de alertas. En internet, sin embargo, las marcas de pintura pueden conducir directamen­te a la guarida de los malvados, a falsos soldados de Afganistán especialis­tas en el expolio económico y emocional de quienes se refugian en el calor de la nube y rehúyen el de la calle.

Como consecuenc­ia de esa determinac­ión a no contaminar­nos del contacto ajeno, no he visto a nadie que se haya detenido en el centro de una ciudad para recibir clases de la Biblia, siquiera gratis; a muy pocas personas detenerse ante la generosa oferta de pertenenci­a a una oenegé; o a olfatos curiosos de la muestra de perfume que se les ponía delante de las narices. Gracias a aquellos enviados religiosos a quienes se impedía franquear el paso en el domicilio, aprendimos a desatender esas llamadas molestas hechas en nombre de un supuesto banco o de una presunta compañía eléctrica. Las consecuenc­ias de todo ese spam las están pagando a su pesar quienes requieren necesariam­ente del contacto humano.

Por eso nunca dejará de sorprender­nos que unas personas acaben enamoradas de otras que jamás han visto ni oído ni olido, a las que solo conocen a través de avatares y fotografía­s trucadas y por las que son capaces de endeudarse, literalmen­te, hasta que su confianza y su soledad llega a costarles la vida.

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