El Poder del relato
Nuestra civilización está basada en la literatura. Las grandes religiones son relatos, como El Quijote, Ulises o Las mil y una noches. En Un judío marginal, magna obra bendecida hasta por Benedicto XVI, el teólogo y sacerdote católico John Paul Meier sostiene que de Jesús sólo sabemos que existió y que fue crucificado por Roma. El jesuita Hans Küng, promotor del método históricocrítico que pretendió otorgar estatus científico a la teología, llega a dudar de la divinidad de Cristo, por lo que fue reprendido por su compañero y compatriota Joseph Ratzinger. El primer evangelio, el de Marcos, redactado unos cuarenta años después de la crucifixión, culmina con las pretendidas embalsamadoras ante el sepulcro vacío y un joven que proclama que Yesuah ha resucitado. Lo demás, incluyendo las célebres Bienaventuranzas, son conocidas fórmulas literarias, como las del Antiguo Testamento que entretejieron hábilmente los escribas hebreos en el exilio babilónico. San Pablo reformuló oportunamente el relato cristiano inicial dándole proyección universal y luego se fue engordando con asuntos tan verosímiles –ese criterio pesó para reconocer los evangelios canónicos por los padres de la Iglesia– como la concepción virginal de María, sus innumerables apariciones en los sitios más insólitos o la llegada del cuerpo de Santiago –de cuya existencia se duda– en una barca de piedra a Iria Flavia… De las otras religiones podríamos decir algo parecido, lo que refrenda la querencia de los humanos por el storytelling, por mucho que la ciencia contemporánea se empecine en arrumbar mitos y creencias. Nos encanta creer en historias. De ahí el éxito de The Chosen, la serie televisiva que propone un humanísimo retrato de Jesús y sus «elegidos» sin cuestionar su dimensión divina y milagrera. Triunfo que se explica por la consistencia del relato originario, pero también porque desde Constantino ha sido bendecido por el Poder. Ese es el gran milagro.