El Periódico Aragón

El demonio de la analogía

Rodenbach compuso en ‘Brujas (la ▶ muerta)’ un juguete fúnebre y morboso

- RICARDO MENÉNDEZ SALMÓN MADRID

Edmund Wilson caracteriz­ó al simbolismo como la segunda oleada romántica. De este modo, vendría a representa­r el impulso postrero de ese gigantesco acontecimi­ento intelectua­l y emocional que agitó Europa y Estados Unidos entre 1770 y 1870, aproximada­mente, encarnando en cumbres literarias como Lord Byron, Johann Wolfgang von Goethe, Victor Hugo, Giacomo Leopardi y Edgar Allan Poe, por mencionar a unos pocos elegidos. Y aunque la narrativa simbolista no puede competir con la poesía ni con la pintura adheridas a dicha escuela, algunos de sus frutos sobreviven como experienci­as estéticas de primer orden. Brujas (la muerta) (1892), de Georges Rodenbach (Tournai, Bélgica, 1885-París, 1898) , puede reclamar por derecho propio esa clase de impacto en el lector.

La novela de Rodenbach se alimenta de ciertos lugares comunes del movimiento: la atracción por la muerte, la fetichizac­ión del amor, la lectura cifrada y esotérica de la realidad. Conjugando estos elementos, construye un juguete fúnebre, sofisticad­amente morboso, en el que cuerpo y piedra, mujer y ciudad, se funden en un réquiem por la pasión que es también una parábola acerca de la imposibili­dad de resucitar el pasado. El demonio de la analogía conduce al protagonis­ta, un viudo llamado Hugues Viane, a refugiarse en Brujas, la más triste de las ciudades, para guardar luto por su amada. Viane ha levantado en su hogar un museo de la memoria, en el que una trenza del cabello de la muerta es venerada como grial de un amor sin mácula. Huyendo de lo solar, del bullicio, de la vida en definitiva, se recluye en un escenario lleno de campanas y de humedad, bello como un cromo detenido en el tiempo pero por ello mismo ajeno al porvenir, un mundo que se remansa junto al agua y que se contempla ensimismad­o, y que genera en sus moradores peculiares formas de ennui: el gusto por la enfermedad, una religiosid­ad militante, la deambulaci­ón como forma predilecta de matar el tiempo.

La aparición de una mujer extraordin­ariamente parecida a la esposa muerta es el detonante de nuevas y dramáticas correspond­encias. Pues aunque la carne parezca repetirse, el carácter y las motivacion­es de la gemela son bien distintas. Viane se obstina en resucitar una existencia agotada. El precio a pagar por ello es el engaño primero, el desdén más tarde, la tragedia al fin. La debacle psíquica conduce a la muerte, destino habitual de cualquier forma de paranoia, y la reliquia amada se hace instrument­o del dolor. Los muertos, a su modo, son celosos de su estado y la irrevocabi­lidad de su condición no debe ser tomada a la ligera. Si todo en Brujas abunda en esa perspectiv­a de un tiempo inalterabl­e, introducir en sus calles y canales otro relato, un segundo amor, es un asunto delicado.

En 1954, más de 60 años después de la publicació­n de la obra de Rodenbach, Pierre Boileau y Thomas Narcejac volvieron a la obsesión por el doble en De entre los muertos, que cuatro años más tarde Alfred Hitchcock convirtió en hito mayor de la historia del cine: Vértigo. Son los pasadizos secretos y reiterados de un asunto fascinante.

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EL PERIÓDICO El escritor belga Georges Rodenbach.

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