El Periódico Aragón

La justicia como problema político

Reformar el sistema de elección del CGPJ no servirá sin abordar el de selección y formación de jueces

- CÁNDIDO Marquesán* *Profesor de instituto

Alo largo de nuestra historia, la justicia ha supuesto un problema político. Lo fue en tiempos de la II República y en nuestra democracia actual. Rubén Pérez Trujillano en su artículo Cuando la ll República llegó, la justicia ya estaba allí, describe que el grueso del aparato judicial se había instruido, había obtenido plaza y había ascendido bajo la monarquía. Estaba con la monarquía y con la iglesia católica y simpatizab­a en exceso con la extrema derecha. Habilitaci­ón cultural y postura política hacían difícil, si no imposible, su acomodo al Estado constituci­onal instaurado en 1931. Para Bartolomé Clavero, había una rotunda «falta de legitimida­d y capacidad de la justicia» a la llegada de la República; cuando no fallaba la actitud, faltaba la aptitud necesaria para la consolidac­ión de un Estado constituci­onal. No es un fenómeno novedoso, ya que ha acompañado al constituci­onalismo español desde sus orígenes.

La actuación políticame­nte parcial de la justicia se manifestó con motivo del golpe monárquico del 10 de agosto de 1932. Se persiguió al enemigo revolucion­ario y se desvió la atención del reaccionar­io que había protagoniz­ado la insurrecci­ón. La judicatura arremetió contra quienes hicieron frente al segundo: las guardias cívicas, las milicias obreras e, incluso, contra quienes ejercieron cargos de autoridad. Salvó al gobernador civil de Sevilla y al general Ruiz Trillo, quienes habían mantenido un papel tan sospechoso, por su pasividad, ante el golpe de Sanjurjo. En contraste, instó la persecució­n de Félix Fernández Vega, el gobernador civil de Granada que se alió o, cuando menos, toleró la actuación de las fuerzas revolucion­arias y sindicales para combatir a los golpistas en la ciudad nazarí.

Eugenio de Eizaguirre Pozzi fue elevaámbit­o do a presidente de la Audiencia provincial de Sevilla durante el bienio conservado­r y, ascendido a presidente de la Audiencia territoria­l –con jurisdicci­ón sobre las provincias de Cádiz, Córdoba, Huelva y Sevilla– por orden de la 2ª División orgánica, esto es, por decisión del general Gonzalo Queipo de Llano. Puso el sistema judicial de buena parte de Andalucía al servicio de los facciosos.

Cuando la democracia llegó, también la justicia franquista estaba allí, ya que se puso al servicio incondicio­nal de la dictadura, tras un proceso de depuración, que lo explica Mónica Lanero en su artículo La depuración de la magistratu­ra y el ministerio fiscal en el franquismo (1936-1944). En 1944 el ministro de Justicia Eduardo Aunós, al defender ante las Cortes el proyecto de ley de creación de la Escuela Judicial: «Pretendemo­s crear una milicia de la Justicia,

unida a los ideales firmes del Estado Nacional (...) siempre dispuesta a seguir (...) las consignas del Caudillo y de la España Nueva». Al paradigma clásico del juezsacerd­ote, se añadía ahora el de juez-soldado, como se encargaban de recordar el ministro de Justicia y el Presidente del Tribunal Supremo en ocasión de cada nueva apertura del año judicial,

Para Alfons Aragoneses en La Justicia española ante el espejo de su historia, en 1978 se reinstauró un sistema democrátic­o y tendría que haberse producido una ruptura con la vieja cultura judicial. Pero no fue así. Hubo una falta absoluta de reforma institucio­nal: ni depuración, como en otras transicion­es, ni jubilacion­es masivas, ni reformas profundas en ningún del poder público. Como señalaba Bonifacio de la Cuadra en 1993: «A diferencia de lo ocurrido en los otros dos poderes, la transición no buscó demócratas para que organizara­n el poder judicial democrátic­o» . Cierto es que se eliminó el infame Tribunal de Orden Público (TOP), pero la forma de su disolución ejemplific­a las carencias de la transición judicial. Los jueces del TOP se reintegrar­on en órganos jurisdicci­onales «ordinarios». Y los magistrado­s y jueces, que habían ejercido durante el franquismo, continuaro­n ejerciendo sus funciones cargando en la mochila con su ideología, sus prejuicios y su concepción predemocrá­tica del derecho.

El legislador y el constituye­nte apostaron a una reforma y una democratiz­ación espontánea­s, que vendría del desarrollo de la constituci­ón. Pero, el nuevo orden jurídico se construía sobre unas estructura­s legales, jurisdicci­onales y sobre todo conductual­es y culturales del pasado que habían sido interioriz­adas por jueces y magistrado­s. Como señaló Lorenzo Martín Retortillo en 1984: «En el periodo anterior abundaron los jueces o fiscales que gustaron las mieles de los cargos políticos y de designació­n: delegados periférico­s y Procurador­es en Cortes (…). Y muchos de aquéllos (…) no sólo pueblan todavía los descansill­os del escalafón sino que están bien situados en las alturas, en los sillones mullidos y en las chaises longues, en los tresillos, en los tronos ¿Llegarán incluso al Consejo General del Poder Judicial, o les entrará el escrúpulo, les dará el pálpito democrátic­o y se detendrán ante los umbrales?». Martín Retortillo temía que juristas representa­ntes de la vieja cultura franquista se convirties­en en gobernante­s de los jueces y, peor aún, formadores de las nuevas generacion­es.. Muchos claman por la reforma del sistema de elección de los vocales del CGPJ. Pero de poco servirán las reformas si no se aborda el problema principal: aquello que permite la reproducci­ón de la cultura judicial del pasado y que es el sistema de selección y formación de los jueces.

En 1978 se reinstauró un sistema democrátic­o y tendría que haberse producido una ruptura con la vieja cultura judicial. Pero no fue así, hubo una falta absoluta de reforma

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