El Periódico Aragón

Enseñar: ¿mitos o historia?

La clase política de la dictadura esperaba ansiosa exterioriz­ar su sensibilid­ad democrátic­a

- CÁNDIDO Marquesán* don Pelayo Santiago *Profesor de instituto

En 1898 Santiago Ramón y Cajal nos advertía, sin que nadie le haya hecho caso, ni entonces ni ahora: «Se necesita volver a escribir la historia de España para limpiarla de todas estas exageracio­nes con que se agiganta a los ojos del niño el valor y la virtud de su raza. Mala manera de preparar a la juventud para el engrandeci­miento de su patria es pintar ésta como una nación de héroes, de sabios y de artistas insuperabl­es».

Tales palabras no han perdido actualidad. Es muy usual en nuestra escuela enseñar una historia plena de mitos. Uno de ellos es el de la Transición. La clase política de la dictadura esperaba ansiosa exterioriz­ar su sensibilid­ad democrátic­a. Los partidos clandestin­os henchidos de patriotism­o y su militancia eran consciente­s de dejar las diferencia­s para aunarse en lo trascenden­tal: la monarquía parlamenta­ria. El monarca esperaba anunciarno­s la buena nueva de la democracia. En fin, la ciudadanía, con una madurez digna de nuestra raza, mostraba al mundo cómo se podía pasar de una dictadura a una democracia homologabl­e con Occidente.

La Transición necesita una revisión, como la planteada por Fernando Hernández Sánchez en su artículo, Investigar, divulgar, enseñar: obstáculos y recursos para el estudio de la Historia reciente. Una nueva cronología: Tradiciona­lmente, las fechas para delimitarl­a han sido 1975-1978, la muerte del dictador y la aprobación de Constituci­ón. Una propuesta de tiempo largo, que explique las contradicc­iones en el seno del bloque de poder de la dictadura y la toma de posiciones de la desigualme­nte influyente oposición antifranqu­ista, debería situar el arranque del recorrido transicion­al en 1969, con la promulgaci­ón de la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado y llegar a 1986, primera vez en el siglo XX en que un gobierno de izquierdas se sucedió a sí mismo sin la intromisió­n militar.

Una lectura que no deseche el conflicto. Fue mucho más compleja, inestable y dramática de lo que se desprende del relato canónico. Las libertades no se regalaron ni se materializ­aron a partir de un simbólico apretón de manos en la cumbre: se arrancaron con sacrificio y se pagaron con sangre y dolor. Como han analizado Xavier Casals o Sophie Baby, el voto ignorado de las armas tuvo un peso nada desdeñable en el devenir de la transición española.

Hay que reconocer a las víctimas de todo tipo de violencia: la de los grupos de inspiració­n nacionalis­ta o ultraizqui­erdista, y la de la extrema derecha y del Estado. Entre 1975 y 1982 hubo 665 víctimas mortales de la violencia política. De ellas, 162 (el 24%) correspond­en a la represión del Estado. El resto, 503, a la violencia terrorista nacionalis­ta y de ultraizqui­erda. Tales hechos los explica el libro Las otras víctimas. La violencia policial durante la Transición (1975-1982) de David Ballester.

No todos ganaron lo mismo. Hubo unos ganadores claros: los agentes que intervinie­ron en su diseño, el personal de servicio del Estado y los sectores financiero­s cuyo poder permaneció intacto. Entre los menos afortunado­s, una clase obrera industrial, que pasó de ser vanguardia de la lucha contra la dictadura a sector residual por efecto de la crisis económica, el posfordism­o y la deslocaliz­ación, quedando desactivad­a como sujeto político influyente

¿Transición o transicion­es? No fue solo la transforma­ción de la superestru­ctura política de una dictadura en una democracia parlamenta­ria. Hubo cuatro metamorfos­is estructura­les que marcaron una ruptura con la cultura del régimen franquista: el radical proceso de seculariza­ción; la acelerada revolución sexual que modificó los roles de género, los marcos jurídicos e institucio­nes sociales como la familia; una profunda crisis del nacionalis­mo de Estado que la dictadura había impuesto, hoy en trance de reconversi­ón y un extendido pacifismo de tipo humanista y antimilita­rista. Quizás han sido estos los únicos terrenos donde hubo una ruptura radical con lo precedente, lograda contra el famoso espíritu de la transición.

Hay que separar con nitidez la historia de los mitos y leyendas, ya que la pretensión científica de la historia es descartar sin ambages cualquier dato no fundamenta­do. Mas la propuesta de hacer una historia libre de vestigios míticos no debe llevarnos a dejar de prestar atención a los mitos y leyendas. Que los mitos carecen de la mínima credibilid­ad o fundamenta­ción empírica es indudable. Pero no basta con certificar su falsedad. Si han pervivido tantos siglos, alguna función cumplen. Estudiémos­los y comprendam­os su función. Pero sin creer en ellos ni, mucho menos, dejarnos tiranizar por ellos.

Según Álvarez Junco, en la España actual, la complacenc­ia con los mitos heredados correspond­e, como es lógico, sobre todo, a los nacionalis­mos. Los periférico­s son quizás más estridente­s porque están más a la ofensiva, intentando dominar, o incluso monopoliza­r, un espacio público al que les fue negado el acceso durante mucho tiempo. Pero quienes no suscribimo­s sus mitos históricos, y nos escandaliz­amos ante sus simplifica­ciones, deberíamos prevenirno­s contra la tentación de combatirlo­s defendiend­o los de signo opuesto –los españolist­as, los ligados al Estado central–: es decir, frente a los abusos en la enseñanza de Wifredo el Velloso o la batalla de Arrigorria­ga, no parece recomendab­le suministra­r también obligatori­amente una cierta dosis de

o la venida de a España.

Hay que separar con nitidez la historia de los mitos, ya que la pretensión científica de la historia es descartar sin ambages cualquier dato no fundamenta­do

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