El paro inasumible
En una sociedad con 1.800.000 parados es llamativo que el número de ofertas de empleo sea de 150.000
En el marco de una sociedad en la que trabajan veintidós millones de personas, y en la que existe un millón ochocientos mil parados resulta llamativo que el número de ofertas de empleo ascienda a 150.000, cifra que se incrementaría si incluyéramos la derivada de la economía sumergida. Es obligado aumentar el número de trabajadores y reducir el de parados. Y es legítimo también formular preguntas para entender la situación, pues la primera paradoja es constatar que se estarían produciendo dos fenómenos de manera simultánea: el mantenimiento de altas tasas de desempleo y, al propio tiempo, la suma dificultad que tienen los empresarios de sectores estratégicos para encontrar trabajadores que cubran sus necesidades en hostelería, servicios, construcción y transporte entre otros.
Es cierto que la oferta para estos sectores no es lo suficientemente atractiva, no sólo por razones salariales, sino también por su insuficiente formación profesional. Tenemos que reconocer el alto grado de protección social que afortunadamente tienen los sectores más necesitados. La circunstancia de que los ingresos, en muchos casos obtenidos por el sistema de protección social, sean iguales o semejantes a los ingresos obtenidos por el trabajo, constituye un evidente factor de desactivación de la creación de empleo y de rechazo injustificado de las ofertas formuladas a los inscritos en las listas del INEM u otros organismos.
El caso de los inmigrantes merece una especial consideración. Da vergüenza constatar que las personas que sostienen la necesidad de un control férreo de las fronteras suelen ser las mismas que están dispuestas a olvidarse de toda clase de escrúpulos humanitarios o jurídicos, cuando se trata de trabajadores necesarios para sus negocios. Me refiero a los «temporeros» que realizan los trabajos que por sus condiciones laborales o económicas, rechazan los españoles. Lo menos que podríamos hacer en agradecimiento sincero a su actividad es controlar exhaustivamente las condiciones en que se presta por parte de las autoridades laborales. Es necesario revisar en profundidad los dogmas que presiden las políticas de empleo y atender los nuevos fenómenos sociales que requieren nuevas respuestas. No es suficiente hablar de crisis, en singular, cuando ni siquiera el «plural» logra otra cosa que una leve aproximación a la realidad que nos cerca.
Como escribió Gil de Biedma, en situaciones tan complejas caben diversas actitudes vitales. Cabe permanecer «impávido y valiente en medio de las ruinas de nuestra inteligencia» o tratar de adaptarse al nuevo orden establecido. Esta opción parece la alternativa más razonable y está avalada por el Diccionario de la Lengua Española, que en una de las acepciones de la palabra «inteligencia» menciona la capacidad de adaptación, cualidad sin embargo próxima al oportunismo que difícilmente puede ser contemplada como una propuesta capaz de ilusionar a las personas honradas, y a quienes aún creen en el valor de las ideologías. Cabe como siempre la rebelión, aunque ello suponga la «muerte civil» y la expulsión definitiva de todas las prebendas ofertadas por los apologistas de la nueva religión.
En esta coyuntura, las políticas de empleo deberían tener en cuenta el nacimiento de un nuevo trabajador. Un nuevo protagonista que, a poco que se le entienda, habla sin ambages de casi todo y, desde luego, sobre el empleo. No tanto por el contenido de su discurso, como por la naturalidad y convicción en su forma de expresarlo. Por ello, merecen consideración y respeto, máxime cuando su conducta es plenamente coherente con su construcción personal. Este fenómeno se produce especialmente en las empresas multinacionales de carácter tecnológico, sector en el que obtener un contrato a tiempo parcial, lejos de ser considerado como mala noticia, es celebrado como un éxito, por cuanto permite ampliar conocimientos, experiencia y emociones. Estos nuevos trabajadores entienden que así se permiten ser más felices en los años de juventud, plenos de posibilidades y de avatares o en la madurez cuando se conserva la capacidad de asombro y la curiosidad por aprender.
No es que minusvaloren el legado de las generaciones anteriores, simplemente asumen que el modelo tradicional es insuficiente pues no basta con la cultura del esfuerzo, ni con la tradicional concepción de éxito y competitividad. Rechaza el modelo de endeudamiento y las hipotecas al mismo tiempo que plantea un nuevo concepto de familia y maternidad. Asume la aventura, el deporte, viajes y, sobre todo, la amistad como valores decisivos .Y mientras muestra escaso interés por las políticas domésticas y provincianas potencia su implicación en los grandes problemas de la humanidad como única militancia.
No es cuestión de edad, pues muchos jóvenes se comportan como viejos, y muchos viejos como jóvenes. Es una cuestión de valores, cuestión netamente ideológica. Se está librando una batalla soterrada y desigual en la que los diversos sujetos cuentan con sus propias armas: las hormigas, su capacidad de adaptación y las cigarras, su capacidad ilimitada de resistencia. Pero el bien común necesita el éxito de ambas.