‘Putas de campo’ en Ravensbrück
La historiadora Fermina Cañaveras tira del hilo de la republicana española Isadora Ramírez para rescatar en una novela el horror de las mujeres obligadas a prostituirse en el campo de concentración nazi.
NLes inyectaban semen de chimpancé, les metían ratones en la vagina y les tatuaban
Las presas eran violadas entre 15 y 30 veces al día por soldados y oficiales nazis
ada más llegar al campo de concentración nazi de Ravensbrück, las guardianas elegían a las deportadas más jóvenes, guapas y sanas. No debían ser judías, pues acostarse con ellas costaba la muerte a cualquier ario. Aquellas presas fueron obligadas a prostituirse: eran violadas entre 15 y 30 veces al día por soldados y oficiales alemanes y también eran un premio para los capos. Para más humillación, les tatuaban en el pecho, en alemán, feld-hure: «puta de campo», junto a su número de reclusa y el triángulo invertido negro reservado a lesbianas y prostitutas. Al menos 26 de aquellas mujeres fueron españolas, como la republicana Isadora Ramírez (1922-2008), que tras exiliarse a Francia en busca de su hermano desaparecido en la guerra civil se enroló en la resistencia, siendo detenida y torturada por la Gestapo antes de acabar en Ravensbrück con apenas 19 años. Ahora, la historiadora Fermina Cañaveras (1977), tras investigar y hablar con supervivientes, rescata del olvido su silenciada historia en la documentada novela El barracón de las mujeres (Espasa).
A Ravensbrück, un campo inicialmente solo para mujeres a 90 kilómetros de Berlín, llegaron 130.000 presas; 50.000 murieron. Sobrevivieron 200 de las alrededor de 400 españolas que pasaron por aquel infierno, entre ellas la catalana Neus Català, fallecida en 2019. «Ella siempre habló de un número mayor de españolas», señala la autora. Probablemente, todas las cifras se queden cortas ya que «al ser uno de los últimos campos liberados, a los nazis les dio tiempo de destruir muchas fichas de reclusas y además muchas eran directamente gaseadas sin ser registradas antes».
/ «REEDUCAR A HOMOSEXUALES» Explica Cañaveras cómo «a las feldhure más niñas y adolescentes las separaban a un campo anexo, Uckermak, con el objetivo de curar o reeducar a homosexuales arios». Las demás acababan en el barracón del burdel o como «concubinas de los altos mandos y obligadas a participar en noches de orgías que se organizaban periódicamente en todos los campos, también en Auschwitz».
La autora pudo hablar con algunas de las supervivientes que los nazis convirtieron en esclasexuales, la mayoría polacas. «Tras la guerra, muy pocas de las destinadas al prostíbulo se habían casado y formado familia propia. Las desinfectaban y les inyectaban un líquido en la vagina, no sabían qué era. Pero no les volvió la regla hasta 1956 o 1957. Las que no tenían suerte y quedaban embarazadas a causa de las violaciones estaban sentenciadas a muerte, pero antes dejaban que avanzara la gestación y los médicos experimentaban con ellas. Les practicaban cesáreas y las dejaban abiertas, con el feto colgando, apuntando cuánto tardaban en morir. Otras recuerdan cómo debían sortear en el patio los cadáveres de bebés que dejaban como alimento para los perros. Era el colmo de la perversión», clama la historiadora. No acababan ahí las atrocidades sin sentido. «Hay fotos de extremidades de mujeres en formol que usaban para coserlas a mujeres vivas. Y cuando las del prostíbulo ya no podían seguir dando servicios les inyectaban semen de chimpancé para ver si procreaban híbridos de primate, les metían ratones en la vagina o les abrían piernas y brazos con el bisturí y les metían tierra y cristales para ver cómo se avanzaba la infección».
No deja de recordar el papel de las sádicas guardianas que controlaban el campo de mujeres. «Por allí pasaron las peores, como Maria Mandel, que se gavas naría el apodo de la Bestia de Auschwitz y fue ejecutada en Polonia en 1948. Las bombardearon con el discurso de la propaganda nazi y se deshumanizaron hasta el punto de creer que hacían aquellas aberraciones por amor a su Führer». No tenían inconveniente, apunta, en arrancar la piel tatuada de las feld-hure para hacer lámparas que regalaban a los altos mandos o en violar con barras de hierro a las lesbianas.
Destaca la autora también los grupos de resistencia entre las presas: cómo las feld-hure intentaban sonsacar información a los nazis cuando llegaban borrachos, cómo la transmitían al exterior por las letrinas, «los pabellones de la mierda a los que los nazis nunca se acercaban», o cómo las gandulas, como llamaban a las españolas del grupo de Català, saboteaban las balas que les obligaban a producir.
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UN PROCESO DURO Admite Cañaveras haber llorado durante la escritura, que abordó «con el máximo respeto e intentando no caer en el morbo, pero sin dejar de denunciar lo que les hicieron, porque hay cosas que no se pueden dulcificar». Halló la pista de la madrileña Isadora Ramírez mientras investigaba sobre mujeres comunistas en la clandestinidad. Había muerto en 2008, pero averiguó que llevaba el feld-hure tatuado en el pecho y que nunca decía Ravensbrück sino «el Infierno». Neus Català, con quien sí habló la historiadora, no sabía cómo se llamaba pero la conocía como la española con nombre de bailarina famosa: Isadora, de Isadora Duncan.
Y ante la imposibilidad de escribir un ensayo por falta de más documentación disponible, convirtió a Isadora en protagonista de una novela en la que concentró los testimonios de las que compartieron con ella «aberración y maltrato en un campo de mujeres que aquí la historia parece haber olvidado, quizá porque es un tema incómodo». «Muchas sí contaron lo que les hicieron para que no quedase en el olvido. Otras, y algunas familias, no querían que se las recordara por aquello. Una reclusa decía que olvidar Ravensbrück es olvidar la historia de las mujeres en el Holocausto y la propia Català sentía que había perdido tres guerras: la Guerra Civil Española, la Segunda Guerra Mundial y la más dolorosa, la del olvido. Recordarlo era ganar la cuarta. Lo que no se cuenta no ha sucedido».