El Periódico Aragón

Reencarnar­se en un niño soldado

No sabemos cómo es en realidad la muerte, morirse. Nadie ha vuelto de allí para contarlo

- JORGE Fauró *Periodista

No sabemos cómo es en realidad la muerte, morirse. Nadie ha vuelto de allí para contarlo. Nadie se ha muerto y regresado a la vida y convocado una rueda de prensa después de fallecido. O redactado un comunicado. Nadie sabe, por ejemplo, si el momento exacto de morirse como suele la mayoría, es decir, en la cama, propia o de un hospital y tras una enfermedad o de un infarto de miocardio, duele de un modo insoportab­le o es un proceso dulce e indoloro idealizado por el miedo.

Lo que más nos asusta de morirnos, aparte de la muerte en sí misma y del pesar que uno deja en los seres queridos, es el dolor físico. No vamos al dentista porque duele. No nos arrimamos al fuego porque quema. No nos zambullimo­s en aguas gélidas temiendo morir de hipotermia. Somos huidizos ante el dolor. La muerte será paliativa o será otra cosa.

Se dice que alguno ha estado al borde de la muerte, que ha visto una luz y su vida entera ha pasado delante de él, o de ella, de suyo, pero en realidad no ha muerto, luego no sabe, su versión no vale, su versión es la de una fuente insolvente. Tanta inteligenc­ia artificial, tanta domótica, tanto algoritmo y no hemos resuelto una cuestión fundamenta­l que ronda desde los tiempos del primer hombre. Eso de que pasa la vida entera ante nuestros ojos no es más que una supercherí­a, una licencia. Si fuera cierto tardaríamo­s otra vida entera en morirnos, 85, 70, 40, 30 años, lo que sea. 80 años de vida y 80 más para morirse mientras vemos pasar la vida.

Exageramos para referirnos al momento final porque no está probado que cada minuto de nuestra corta o larga existencia se nos proyecte entero en el instante de morirnos como una película de 35 mm. Imagino que se referirán a una parte de la vida. Eso sí, eso puede, pero, ¿a cuál? ¿A la infancia? ¿A la adolescenc­ia? ¿A ambas? ¿Qué escena será la elegida? ¿A quién recordarem­os en ese último momento antes de expirar? ¿A nuestros hijos? ¿A nuestra pareja? Y en caso de haber tenido más de una, ¿a cuál de ellas? ¿Se molestará la segunda si nos acordamos solo de la última o de la primera? ¿Cómo lo sabrá cualquiera de ellas si no podemos contar lo que es morirse? Nadie va a poder explicárse­lo. Nadie vuelve.

Pasar al otro barrio. Toda la vida cotizando a la Seguridad Social para acabar en otro barrio y no en el paraíso. Si se ha de morir, que al menos no nos cambien de barrio. Que trascendam­os al nuestro, con los bares donde bebimos y las esquinas que doblamos. El gran misterio de la vida es la muerte y lo que venga después, la nada absoluta o la reencarnac­ión. La reencarnac­ión da mucho más miedo que la muerte. Si nos reencarnam­os, ¿en quién no desearíamo­s hacerlo nunca? Las probabilid­ades son infinitas. En un niño soldado, en una mujer de Afganistán, en un mauritano resuelto a cruzar en cayuco hasta Canarias (nuestro antiguo yo, en caso de que quede de él algún poso en el cuerpo reencarnad­o, debería poder avisarle, impedirle el viaje, decirle cómo va a morir). Reencarnar­se en alguien y saber cómo morirá es aún más enrevesado. Empotrarse en el cuerpo de Kim Jong-Un, de un nieto de Donald Trump, de Taylor Swift o de Sharon Tate, que acabará asesinada por la Familia Manson.

Reencarnar­se en otra época. Ya. ¿En cuál? En el Antiguo Egipto, en la Roma de César, en la Castilla de Torquemada, en la Inglaterra de los Beatles y los Stones, en la España del boom del ladrillo, en el swinging London de Bowie. Sí, ser David Bowie y recordar tu vida anterior y pensar: «Coño, soy David Bowie, estoy en 1969 y voy a sacar Space Oddity, me queda una época gloriosa, voy a conocer a Imán y morir el 10 de enero de 2016 a los 69 años». Reencarnar­se en Neil Armstrong, ser el primer humano en pisar la Luna y sustituir aquella primera frase histórica por esta otra: «Mira, Fulano del futuro, ahora soy Neil Armstrong, dentro de unos años seré tú. No cruces ese paso de cebra».

Reencarnar­se es un capricho de alto riesgo, además de muy aburrido si no se puede alterar la vida de tu reencarnad­o. Morirse aparenta ser un lío tremendo, un galimatías espacio-temporal. No hablo de esos minutos en que a uno le reaniman como a Uma Thurman en Pulp fiction. Me refiero a morirse como es debido. «Así se muere», dicen que dijo Coco Chanel. Bien pensando, tampoco es necesario que nos den pelos y señales. Aquí hemos venido a vivir. Que alguien nos lo cuente o no resulta tan innecesari­o como la propia muerte. En realidad, no debe de ser tanto el misterio. Vivir es morir y resucitar muchas veces.

Pasar al otro barrio. Toda la vida cotizando a la Seguridad Social para acabar en otro barrio y no en el paraíso. Si se ha de morir, que al menos no nos cambien de barrio

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