El Periódico Aragón

Fiscales en la niebla

No hay más que un único fiscal en nuestro ordenamien­to jurídico, que es el Fiscal General del Estado

- JUAN ALBERTO Belloch* *Exalcalde de Zaragoza y exministro de Justicia e Interior

Los fiscales no son jueces y siquiera se parecen a los jueces. De igual modo, la Junta de fiscales de Sala o el Consejo Fiscal, poco o nada tiene que ver con el Consejo General del Poder Judicial, pues jueces y fiscales no comparten un mismo estatuto jurídico y profesiona­l. La razón es muy simple. Atributo esencial de los jueces, es el valor de la independen­cia que alcanza a todos y cada uno de los titulares de la función jurisdicci­onal, desde el más modesto juez de Paz al presidente del Tribunal Supremo. Nadie puede impartirle­s órdenes, ni ellos recibirlas cuando se trata de cuestiones jurisdicci­onales. Ni siquiera el presidente del Tribunal Supremo, pues quien incumpla ese mandato, puede incurrir en responsabi­lidad criminal. Dentro del proceso, la única forma admisible de revisión o rectificac­ión de las resolucion­es judiciales es a través del sistema de recursos. Y los fiscales, no gozan de tal posición procesal. Eso sí, en ejercicio de sus funciones y al igual que los jueces, están sometidos a los principios de imparciali­dad, autonomía y legalidad, pero no puede predicarse de los fiscales el valor de independen­cia pues están sometidos al principio de jerarquía, que se superpone a cualquier otra considerac­ión. En consecuenc­ia, podríamos afirmar que no hay más que un único fiscal en nuestro ordenamien­to jurídico, que es el Fiscal General del Estado, siendo todos los demás titulares de la función, una especie de adjuntos o delegados de ese Fiscal General.

La insuficien­te regulación constituci­onal del Ministerio Fiscal hace complejo definir su naturaleza jurídica y hasta su propio nombre. Así, sería más razonable que fuera designado con el título de Fiscal General del Gobierno y el resto de fiscales como «adjuntos» o «delegados». Sería lógico a la vista de que la propia Constituci­ón atribuye al Gobierno la facultad de nombrar o cesar al Fiscal General. Es cierto que el estatuto del Ministerio Fiscal trata, por diversas vías, de que el principio de jerarquía en todos los planos quede condiciona­da al principio de legalidad, pero es cierto e inamovible, que salvo que se cambie la Constituci­ón, el que toma las decisiones al final, directamen­te o por delegación, es siempre el Fiscal General del Gobierno, perdón del Estado, cuya conducta puede verse condiciona­da por la espada de Damocles que siempre suponen las competenci­as del gobierno.

De igual modo, los diversos órganos gubernativ­os de la carrera fiscal tienen como regla general un carácter consultivo o de propuesta, pero no directamen­te ejecutivo. Desde luego, eso ocurre en estos días con la Junta de fiscales de Sala, desde la que se remite el conocido asunto que ocupa portadas y tertulias al superior jerárquico que es el Teniente Fiscal del Estado al no haber existido un acuerdo unánime de la Junta, aunque sí ampliament­e mayoritari­o. En el funcionami­ento estrictame­nte jerárquico del Ministerio Fiscal que, en cualquier caso y cualesquie­ra que fueran las mayorías, el criterio que cuenta es el criterio del Fiscal General, que sólo podrá modificars­e por la correspond­iente decisión jurisdicci­onal.

Nada de eso hubiera ocurrido en el Consejo General del Poder Judicial, no sólo por no correspond­erle resolver cuestiones jurisdicci­onales, sino porque en su funcionami­ento gubernativ­o y para la toma de decisiones rige siempre el principio democrátic­o (de mayorías y minorías) y no el principio jerárquico, no teniendo el Presidente otro privilegio que su voto cualitativ­o en caso de empate.

Así centrado el debate, es fácil sacar conclusion­es. La primera es que no existe razón constituci­onal o jurídica de clase alguna que impida actuar al Fiscal General del Estado conforme a su propio criterio, aunque ello suponga desconocer el criterio de la mayoría de los integrante­s de los diversos órganos colegiados de la carrera fiscal. En concreto, el Fiscal General del Estado no tiene obligación alguna de aceptar el criterio sostenido por la Junta de fiscales de Sala. Basta con que su decisión esté debidament­e motivada.

La segunda conclusión es que , una cosa es Derecho y otra, la prudencia y el sentido institucio­nal de sus decisiones. Desde esos parámetros no me cabe ninguna duda de la extrema convenienc­ia de aceptar el criterio de la inmensa mayoría de los miembros de la referida Junta. A estas alturas del proceso, sería necio desconocer que una decisión contraria a la sostenida por la Junta, sería inevitable­mente considerad­a como una sumisión a los intereses políticos y partidista­s del Gobierno de la nación como una pieza más del puzzle preciso para, y por siete votos, asegurar la mayoría parlamenta­ria.

No sólo está en el juego el prestigio profesiona­l del Fiscal. También el prestigio institucio­nal del Ministerio Fiscal. Es urgente y necesario , impedir el deterioro de una institució­n esencial necesitada en todo caso de reformas estructura­les de calado que el incidente que nos ocupa podría frustrar.

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