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Los fallos encadenados del sistema antiincendios de los edificios siniestrado en Valencia dejaron a los bomberos a los pies de los caballos ¿Cómo pudo quemarse en una hora?
La desesperación de la familia que falleció en el baño de su casa, en la torre más baja de las dos que forman el edificio siniestrado en el incendio del barrio del Campanar de Valencia, mientras realizaba dramáticas llamadas de despedida a sus familiares y amigos, ha puesto sobre la mesa preguntas sin respuesta aún sobre la seguridad de las personas y los medios públicos para garantizarla. La más evidente, ¿cómo pudo convertirse un edificio vendido como el último grito en domó tica y exclusividad urbana en su época en una gigantesca tea envuelta en llamaradas y humo negro en poco menos de una hora?
El abecé frente a los incendios de viviendas es, según el ingeniero industrial Fernando Vigara, especialista en ingeniería de protección de incendios, un banco de tres patas. Y todas son imprescindibles y de resultados encadenados. La primera, la prevención, pasa por que no haya una fuente de ignición descontrolada que inicie el proceso de combustión y que los materiales de construcción no añadan o propicien la carga combustiva.
La segunda es la protección. Esto es, que una vez descontrolada esa fuente e iniciado el fuego, funcionen adecuadamente los elementos de seguridad antiincendios que lo detectan y lo controlan, manual o automáticamente. La tercera, que existan vías y planes de evacuación eficaces para poner a salvo a los residentes en el menor tiempo posible.
Bomberos, última opción
Cuando esos tres niveles fallan, solo queda la entrada en juego de los servicios de extinción, remacha Vigara, una de las máximas autoridades en protección de incendios, con cargos nacionales e internacionales en las más prestigiosas asociaciones del sector.
Pero hay preguntas. ¿Respondieron los servicios de emergencia de la manera más idónea? ¿Existe un registro municipal de edificios de especial dificultad o singularidad para los servicios
de extinción? ¿Cumplía el complejo residencial siniestrado con todas las normas de protección contra incendios? ¿Habría sido posible evitar o reducir el número de víctimas mortales?
La dolorosa historia de esa familia, la de M., su marido R. y sus dos pequeños de 8 días y 2 años, no es la única. Han trascendido despedidas desesperadas de muchos de los fallecidos. La última pregunta surge sola: ¿Fue adecuado pedirles que se quedaran confinados?
El orden de las respuestas va a ser inverso al de las preguntas. El confinamiento es el método de salvación más seguro en casi la totalidad de los incendios urbanos porque está pensado para edificios convencionales, con tabiquería de ladrillo o de hormigón.
Cuando los bomberos indicaron a los residentes de la torre más baja, la de 9 plantas y aún sin llamas, que se quedaran en sus casas, con puertas y ventanas cerradas y cubiertas con trapos o toallas mojadas y que se refugiaran en el lugar más protegido de la vivienda, aplicaron el protocolo más seguro,
pero no ante un edificio como ese.
Un grupo de bomberos entró en el edificio con bombonas para iniciar la extinción más habitual: desde dentro hacia fuera. Entraron por la única puerta de acceso de todo el complejo. Primer escollo. Tuvieron que atravesar el vestíbulo del primer edificio, aún sin llamas, y llegar al del segundo para empezar a subir las escaleras hasta la octava planta, donde se situaba el foco primigenio del incendio.
Gotas de fuego
Fuera se desataba el infierno. Los mandos empezaron a ser conscientes de que no era un fuego normal. Frente a ellos el edifico se convirtió en una gigantesca pira, alimentada a partes iguales por el potente viento racheado y por el núcleo de polietileno (plástico) inflamado de las placas de aluminio de revestimiento de la fachada.
Las planchas metálicas empezaron a volar, cayendo a la calle, mientras las gotas de plástico en llamas propagaron el incendio por toda la fachada a una velocidad de vértigo: donde caían, prendían. Y, además, las llamaradas se comieron el exterior y se apoderaron del interior de la edificación antes de que los bomberos que estaban dentro se diesen cuenta. El fuego, en contra de lo esperable, se propagó de fuera hacia dentro.
La prioridad seguía siendo salvar vidas. Como siempre. Lo consiguieron con la pareja aislada en los balcones del edificio más bajo, que ya estaba envuelto en llamas por la meteórica propagación del fuego, pero no con la familia refugiada en el baño.
Dos de los bomberos llegaron hasta el pasillo de la vivienda de R. y M. pero el calor –en algunos puntos del interior, la temperatura llegó a superar los 800 grados– había derretido los números de las puertas y el lugar estaba inundado por el espeso humo negro que desprendía la combustión de los plásticos y de las puertas salían lenguas de fuego. La visibilidad era nula. El calor, abrasador. Cuando fueron conscientes de que no podían avanzar, estaban al borde de la muerte y trataron de buscar refugio. Hasta que dos compañeros los rescataron in extremis.
Solo quedaba una solución. Abandonar el inmueble y tratar de controlar desde el exterior que esas bolas de fuego que viajaban libremente por el aire hacia todos lados no acabasen llevando el fuego a otros edificios, así que se concentraron en salvar a la pareja del balcón y refrigerar en lo posible toda la fachada y el perímetro.
Ni alarmas, ni aspersores
Antes de que todo eso sucediese, las tres patas del banco llevaban tiempo desmoronadas.
La fuente de ignición descontrolada, es decir, el foco inicial del incendio –ahora bajo investigación pero que posiblemente tenga un origen eléctrico–, se alimentó de una construcción llena de materiales altamente inflamables (ese plástico de la fachada, pero también los productos empleados en la tabiquería interior: la estructura quedó desnuda en horas).
El vecindario ha denunciado, entre otras muchas aparentes deficiencias, que no funcionaron las alarmas antiincendios, ni los detectores de humo, ni los aspersores que debían haber irrigado los pasillos de cada planta para refrigerar y evitar el avance del fuego.
Quienes murieron en sus casas, hablan de que los grifos apenas vertían «un hilillo de agua» para mojar toallas.
Han trascendido despedidas desesperadas de muchos de los fallecidos
El calor había derretido los números de las puertas y la visibilidad era nula