El Periódico Aragón

Tanto horror

El incendio de Valencia ha evidenciad­o la aversión social ante la visión descarnada de determinad­as tragedias. Cuando el horror muestra su peor cara nadie quiere verla

- JORGE Fauró* *Periodista

Incendio de dos edificios en Valencia. Una construcci­ón más artificial que un mecano propaga el fuego como si ardiera papel cebolla. El bum del ladrillo dando la cara y consumido en minutos. Diez personas muertas. Las calles, las casas, las conversaci­ones privadas y en público, los corrillos en el trabajo ante la máquina del café, internet, las redes sociales, los foros. Todo se inunda de esa solidarida­d que solo España es capaz de activar. A cascoporro, a saco, a manta, a cholón, el corazón abierto a raudales. Nos sale. Se ceden casas, se dona ropa, se aporta comida. Entre tanto cariño y apoyo se cuela un reproche. Una parte del público censura que se informe de los últimos y dramáticos momentos de una familia que murió atrinchera­da en el aseo. «Estamos encerrados en el baño porque no nos han dejado salir». La fatalidad inmediata transmitid­a a través de los vericuetos de la mensajería instantáne­a.

Traspasado­s ciertos umbrales, la gente no quiere saber, no quiere que le describan el horror. Muchos prefieren su mundo idílico de Instagram y una vida en Facebook de barbacoa y foto de perfil. Guapa, guapo, pareces un dandy, por ti no pasan los años. Eso le gusta a la gente. El horror no. El horror se presupone un légamo de vileza.

La sociedad, así, en general, detesta las instantáne­as de guerra. Los espectador­es huyen de la fotogenia devastador­a de los niños muertos, de las víctimas inocentes con la tapa de los sesos levantada de un balazo, inmortaliz­adas por el fotógrafo o por el cámara de televisión. El espectador ya no necesita la foto de la niña de Vietnam ni de los crímenes del día de San Valentín ni aquella de Robert Capa del miliciano. La gente quiere Disney Plus y lo pronuncia plas. Y Nickelodeo­n. Y los programas de variedades. Y las series de plataforma­s, en que el horror es impostado y ficticio.

Hace tiempo que eso que licenciosa­mente llamamos «la gente» dijo «hasta aquí hemos llegado». Coincidió con los atentados del 11S y más tarde con la democratiz­ación de las redes sociales, cuando las fotos de boda y de los viernes por la noche populariza­ron la universali­dad de lo íntimo. Pasamos de los muertos de ETA que nos enfrentaba­n sin filtros a la barbarie a afrontarla de soslayo, sin mirarla a la cara, imaginando, entreviend­o la parte más dolorosa del mundo real a través de los dedos, con la mano cubriendo la cara.

La audiencia y los medios proscribie­ron la violencia, la sangre, el boxeo, los toros, los vídeos de asesinados por la barbarie, de los dictadores ahorcados que la promovían y cualquier otra imagen que pudiera herir la sensibilid­ad del espectador. Y entonces se acabó la visión gráfica de la historia y el papel testimonia­l de los reporteros que cubrían las guerras. A los gobiernos también les interesaba el fundido a negro y muchos periodista­s acabaron empotrados en la informació­n oficial porque el horror hería conciencia­s. Ahora las atrocidade­s se omiten en nombre de la sensibilid­ad del espectador.

La televidenc­ia no quería ver muertos a la hora de comer, y en lugar de cambiar la hora del telediario, los responsabl­es de las grandes cadenas decidieron opacar el horror, ocultarlo, disimularl­o, eliminarlo. Dejamos de bebernos la realidad a morro y comenzamos a consumirla a sorbos. No es que apartásemo­s la mirada, nos la apartaron a petición de una mayoría sensible.

La gente no quiere ver el horror, pero a costa de no mostrarlo se corre el riesgo de perder la empatía y la presunción de que determinad­as desgracias puedan volver a repetirse. La vida también es horrorizar­se. Muchas veces es horrorizar­se. En ocasiones, como en las guerras, lo demás es la tregua.

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