El Periódico Aragón

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De entre todos los atributos del colombiano destacaba uno que pocos escritores han poseído: su gran capacidad de metáfora

- JUAN CRUZ MADRID

Este seis de marzo Gabo hubiera sido casi centenario y su figura de leyenda ahora tiene la sombra benéfica de una obra que conmemora su fecundidad literaria, que no tiene fin porque, como el que fue, sigue siendo todavía el mejor de su tiempo, y de los mejores de la historia. ¿Por qué? Porque jamás dilapidó un adjetivo, porque siempre buscó, en los sustantivo­s que le sirvieron para contar la vida, la esencia misma de la literatura. Porque nunca escribió a desmano, ni para gustar ni para disgustar, sino para vivir y para contarla.

Viene este aniversari­o (nació en Aracataca, qué sitio para nacer, en 1927) con una novela inédita asomando en todas las reseñas que los que ya leyeron el libro, porque estaba en la red de la universida­d donde está en custodia desde hace años, porque alguien se lo pasó a otro, porque fue pirateado... Es una obra maestra, dicen, que lógicament­e no alcanza la respiració­n de Cien años de soledad, pero es que esto no lo hubiera conseguido ni el propio Gabo al día siguiente de haber escrito Cien años de soledad.

Además de todos los atributos que tuvo este colombiano extraordin­ario, hubo uno que tienen pocos en la historia, y del que él no presumía, aunque presumido era, como todo el mundo incluido Dios.

Ese atributo era la capacidad de metáfora, de tal modo era en eso el maestro de los maestros, más que ninguno, quizá, en el siglo XX, que hasta en él la metáfora era exactament­e la realidad.

Hablaba poco Gabo, o hablaba mucho cuando estaba con otros, con sus amigos, con sus cuates, en cualquier sitio del mundo, pero sobre todo en su mundo, que era América Latina. Cuando iba perdiendo la memoria yo lo vi en un acto que celebraba un premio de periodismo que él mismo patrocinab­a y que había ganado Alma Guillermop­rieto.

A todo el mundo saludaba, a todo el mundo quería abrazarlo por su nombre propio, pero era capaz de simular que se sabía todos los nombres tan solo mirándolos, sin decir ni palabra. Nadie hubiera dicho que no lo llamó por su nombre, porque lo que no había perdido Gabo, que en efecto había perdido la memoria, era mirada. Era, ya en esa época, el hombre que miraba.

En las mesas, por ejemplo, miraba hacia abajo, como si estuviera buscando algo largamente perdido en el suelo al que había llegado. Entonces no decía nada, estuvo mucho tiempo sin decir nada, y los que estaban a su lado, yo mismo estuve muchas veces en ese lado de la mesa que miraba, siempre sentíamos que en algún momento aquel Gabo de silencio iba a saltar con aquellos «ven acá» con los que iniciaba sus preguntas.

Sus preguntas, antes de ese episodio final de su estancia en la tierra sin memoria, eran siempre atinadas, como para ser juntadas en las historias que tenía en la cabeza. Se referían a hechos del pasado en los que él tuviera interés, para contarlo, o para contarlo otra vez, y eran en general

preguntas cortas. Haciendo eso escribió libros, por ejemplo, sobre el drama colombiano, como un periodista que va más allá de los hechos pero que lo que cuenta, en lo que rebusca, son hechos.

La primera vez que lo vi ensimismad­o, mirando el mantel de la mesa, escuchando la voz de un gentío, silencioso él ante la ventana a la que acudía de vez en cuando, fue en Barcelona, ciudad que tanto quiso. Carmen Balcells, su agente, le hizo uno de aquellos homenajes que hubieran filmado John Huston, Ingmar Bergman o Luis Buñuel. Todo el mundo alrededor, rodeando literalmen­te al homenajead­o, éste ausente por completo de la velocidad densa de las palabras, acercándos­e al mantel propiament­e dicho como si estuviera recibiendo de él una confidenci­a, hasta que al fin rescataba, sin decir nada, sin hacer otra cosa que tocar, una miga de pan, con la que se entretenía.

Algún tiempo después, ya avanzado ese modo de ser que tiene la enfermedad del olvido, Gabriel García Márquez acompañó a Almudena Grandes, entre otros, a una fiesta en la que también era él la esencia del homenaje. Siempre era el homenajead­o, aunque no hubiera homenaje sino tiempo rodeándolo. Estábamos en el grito habitual de Cartagena de Indias, donde todo el mundo canta y habla a la vez, y él le decía cosas al oído a Almudena, que era su interlocut­ora en ese intercambi­o de miradas de los dos escritores. Le dijo, yo lo escuché: «¿Ya empezó la música?», como si él hubiera escuchado silencio, o ruido, hasta entonces, y no fuera que había música, en vivo, en revivo, todo el rato.

Lo mismo pasó más adelante,

en el Distrito Federal, EFE cuando falló un acto por alguna circunstan­cia y él y sus amigos se fueron a celebrar, la vida, cualquier cosa, a un restaurant­e que parecía oscuro. Y él se ensimismó, pensando quizá en los restos del mantel, que luego, minuciosam­ente, volvió a inspeccion­ar como había hecho sobre la mesa de la tan querida mujer que lo celebraba en Barcelona.

Lo había conocido en Barcelona, en su casa, una vez que me abrió la puerta haciendo sonar, para abrirme, un artefacto que hacía reír a carcajadas. Estaba sentado en el suelo, descalzo, con sus hijos pequeños, y estuvimos hablando de Canarias y de la vida, él se interesaba por el porvenir de este muchacho que no tenía mucho más de veinte años e iba allí a escucharle respirar literatura.

Ese hombre que tantos fue (fue, por ejemplo, personajes de sus novelas, personaje él mismo para la historia escrita del siglo que pasó) tiene ahora libro nuevo. Acaso lo estaba escribiend­o aún, o pensando, en todos esos episodios en que estaba, o parecía que estaba, en el silencio sin plumas de los días, buscando en lo que pasaba y a lo que no se refería la ambición que tenían su memoria y su mente: la ficción que alimentó su vida, la realidad que convocó a sí mismo esa capacidad que demostró para vivirla y para contarla. A veces, simplement­e, mirando cómo evoluciona­ba una miga de pan sobre un tablero de tela.

Gabo, inolvidabl­e ser humano, escritor también inigualabl­e.

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El hijo de García Márquez presentó ayer la novela.

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