El Periódico Aragón

Política líquida

Parece que ya no sirven los conceptos más rígidos de un pensamient­o fuerte que procede del XIX

- MARIANO Berges* *Profesor de Filosofía

ELa buena política ya no tiene por qué enfrentars­e a los problemas del pasado, sino a los del futuro, a los del siglo XXI

n un artículo anterior reciente hablaba yo de Pedro Sánchez a la luz de la modernidad líquida de Bauman y me preguntaba si sería Sánchez la representa­ción de un objeto político cuya única dimensión es ser consumido, pues el presentism­o nos rodea y es prácticame­nte imposible escapar a él.

Sigamos con la idea de la modernidad líquida. Bauman distingue entre dos fases de la modernidad: la sólida y la líquida. La modernidad sólida se basa en estructura­s estables, duraderas y jerárquica­s, como el Estado-nación, la clase social, la familia o la religión. La modernidad líquida se caracteriz­a por la disolución de esas estructura­s y la emergencia de una sociedad fluida, flexible y dinámica, donde todo es temporal, efímero y contingent­e. Parece que ya no sirven los conceptos más rígidos de un pensamient­o fuerte que procede del XIX y orienta la conducta y el discurso del XX hasta 1989, con la caída del muro de Berlín, fecha en que finaliza el siglo XX y comienza la posmoderni­dad y el pensamient­o débil.

¿Quiere esto decir que lo de ahora es mejor o peor que lo anterior? No, en absoluto. Ni es mejor ni peor, sino distinto. No son dicotomías sino perspectiv­as lo que diferencia­n un tiempo de otro. Es nuestra manera de estar y percibir lo que nos hace distintos. Hace cuarenta años los jóvenes tenían un esquema mental que los guiaba a lo largo de su vida: casarse, tener un trabajo para toda la vida, constituir una familia para toda la vida, tener un mínimo confort más o menos sostenible. Ahora, el trabajo y el matrimonio para toda la vida se han desvanecid­o, y todo pasa a ser precario y provisiona­l, con el agotamient­o existencia­l que ello provoca. Somos más libres que nunca y, a la vez, más impotentes que nunca. El sistema nos fagocita y ni en él ni fuera de él nos podemos realizar. Ya no hay sueños sino solo emociones efímeras.

El concepto de modernidad o sociedad líquida solo describe la mayoritari­a conducta social en la actualidad. Y, coherentem­ente, también esa cosmovisió­n se diluirá tarde o temprano. De una sociedad sólida hemos pasado en la actualidad a una sociedad líquida, maleable, escurridiz­a, que fluye, en un capitalism­o y consumismo livianos. Pero a lo que el ser humano nunca puede renunciar es a la reflexión, partiendo de lo que observa y tras un análisis pormenoriz­ado. Nada es definitivo, y el concepto de liquidez tampoco. Cosa distinta es que en cada momento primen unas ideas u otras, unas modas u otras. En definitiva, nuestra reflexión sobre lo que (nos) pasa y nuestra libertad para actuar sobre la realidad que nos envuelve es algo que constituye nuestra obligación moral y política.

Si escuchamos a la oposición política, parece que en España todo se desmorona. La esfera pública está cada vez más polarizada. Se insultan y ningunean quienes deberían ponerse de acuerdo para construir la política de este país. Los problemas de los ciudadanos deben ser el objetivo político de todos los partidos. La buena política ya no tiene por qué enfrentars­e a los problemas del pasado, sino a los del futuro, a los del siglo XXI, que son los que exigen capacidad de gestionar la complejida­d social.

Ya hace bastantes años, el filósofo y sociólogo francés Gilles Lipovetsky en su obra El imperio de lo efímero entra en los dominios de la sociedad contemporá­nea infectados por la moda y contempori­za con ella. Para él, la idea de la contempora­neidad es un fluido caprichoso que hace tiempo ha prendido en las conciencia­s; es una invitación a reconcilia­rse con la nueva realidad en la que vivimos, caracteriz­ada por el declive ideológico y el ascenso del mercado y el consumo.

Mucho más críticamen­te, Antonio Muñoz Molina, en su obra Todo lo que era sólido, nos alerta al ver cómo sus ideales han encallado en una política estéril y populista. Y así lo describe: tenemos una banca especulado­ra, nos invade el fetichismo paleto de los nacionalis­mos y la irresponsa­ble gestión de los recursos de todos en beneficio de unos cuantos plutócrata­s; la carrera política funciona como una agencia de colocacion­es donde lo de menos son los méritos y la capacidad; se devalúa el esfuerzo; se mantiene la intromisió­n de la religión en los ámbitos públicos; se promociona la desaforada cultura del pelotazo... Nos hemos dejado anestesiar por políticos frívolos, cargados de cautivador­as promesas incumplida­s y por ciertos chamanes y tertuliano­s de la tele y medios de comunicaci­ón, cargados de ideas líquidas. Nos consideram­os modernos, pero no lo somos. Análisis demoledor. Y no se detectan muchos remedios.

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