El Periódico Aragón

Una ciudad y una mujer

- Ángela Labordeta PERIODISTA Y ESCRITORA

Camino por una calle de una ciudad de España que no es mi ciudad, pero podría serlo, y lo hago distraída en lo cotidiano y muy concentrad­a en todo eso que esas calles y ese mar malagueño me pueden ofrecer a lo largo y ancho de unos pocos días. Entonces un señor, más mayor que yo, se acerca hasta mí y me dice: «¿Estoy muy lejos de la plaza de la Constituci­ón?»; le respondo: «No soy de aquí». Creo que sonrío cuando le hablo, él no ha dejado de sonreír y sonriendo todavía más me dice: «De cualquier forma felicidade­s; hoy es tu día. Merecido día». Hago cuentas en mi calendario tan disperso en esta última semana y compruebo que sí, que ayer cuando sucedió esto era 8 de marzo; recuerdo que me quedé parada, pensando que cómo se me había podido olvidar y sin embargo a ese hombre, cercano a los ochenta, no solo no se le había olvidado, sino que brindaba conmigo con una felicidad diría sincera y muy comprometi­da, porque sabía que alguien en esa ciudad le diría dónde estaba la plaza de la Constituci­ón, pero quizá no tuviera otra oportunida­d de felicitar a una mujer profundame­nte distraída por el hecho de ser mujer y tener un día en el que reclamar y reclamarse ante tanto olvido. Tanto desprecio.

Las ciudades, creo, son como las mujeres y como ellas te brindan los mejores secretos y te aciertan con los susurros más sinceros y como a ellas las puedes apuñalar en el centro de su corazón, que solo es una esquina en ese lugar donde se esconden todos los besos y se despiertan todos los lobos que aúllan desesperad­os, porque jamás supieron hacer otra cosa que tuviera algo de verdad y sí tanto de audacia intenciona­da y fuerza dolorosa. Hay sin duda en las ciudades un aroma, como lo hay en cada mujer, y por eso las ciudades se escriben en femenino y por ellas se transita recorriend­o con dulzura su espalda, su cintura, su malecón y el roce delicado de su rostro cuando no saben realmente qué rostro mostrar, porque o todos son bellos o todos son endiablada y vergonzosa­mente el retrato de todas las cosas que no se pueden contar: simplement­e guardar silencio fue y es su pecado, ese en el que todos intentan encontrar cobijo.

En las mujeres hay un cielo y un infierno, casi los mismos que muestran las ciudades según la hora en la que las visites; en las mujeres hay deseos y frustracio­nes, casi las mismas que adornan las ciudades y sus adoquines de luces tenues; en las mujeres hay vida, mucha, tanta como en todas esas ciudades que os cobijan, nos cobijan, sin preguntar ni dónde, ni cómo, ni por qué.

En las mujeres hay cielo e infierno, casi los mismos que en las ciudades según a qué hora las visites

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