¡Cómo está el patio!
Es tan cruel lo que está pasando en España, que solo los sádicos pueden justificarlo
En la primera década de mi vida, pasaba las vacaciones con mis abuelos en el pueblo en que nació el general Espartero. Había una barbería, centro de información de todo el pueblo. No existían otros medios de comunicación. La prensa y el correo había que ir a buscarlos a otro lugar que tenía parada de tren y distaba unas 20 leguas.
A la barbería acudía yo con frecuencia para buscar a mi amigo Manuel, hijo del fígaro. Siempre encontraba allí, sentados el uno enfrente del otro, a dos juiciosos y sosegados personajes que fumaban tabaco picado de cuarterón mientras departían sobre cómo había ido la siembra, si las parideras de lana o cerda habían sido productivas con arreglo al pienso consumido y otros asuntos de esa importante especie. Tema relevante era el estraperlo de ciertos productos que consumían los señoritos de la capital provincial, negocio controlado por don Joaquín, a la sazón sargento de la Guardia Civil.
Aquellas conversaciones y pacíficas disputas entre estos dos personajes, Enrique el Cajote y Miguelito el Rabo, terminaban invariablemente con la frase: «¡Hay que j...orobarse, cómo está el patio!».
El estado de nuestra democracia me recuerda en ese punto aquella época, feliz para mí. Hoy, marcado por las arrugas, pienso que ochenta años después tiene total actualidad la frase y me la repito: «¡Hay que j...ibarse, cómo está el patio!». Mires a donde mires, ¡cómo está el patio! El estraperlo ha sido superado ampliamente por la malversación, amnistiada o por amnistiar y la mercancía ilegal circula sin impedimento, al haberse eliminado los fielatos de control.
Es tan cruel lo que está pasando en España, tan inaudito y tenebroso, que solo los sádicos pueden justificarlo: prevaricación organizada, disfrute del daño a terceros y goce con su sufrimiento, peloteras parlamentarias que se jalean, emoción por los asesinatos de los guardianes de la seguridad nacional, terrorismo calificado de alteración callejera, alteración callejera calificada de manifestación pacífica... Y se consideran normales los pinchazos telefónicos ilegales o las turbias y asimétricas relaciones internacionales.
El tosco, mendaz y continuo «cambio de opinión» en las negociaciones con los golpistas prófugos, la desarticulación del CNI en regiones consideradas de difícil convivencia con la falsa promesa de la amnistía por bemoles a terroristas, la masturbación del Código Penal a gusto del delincuente, la alianza con terroristas de toda condición y calidad, las degradaciones estadísticas, la parasitación del poder judicial por elementos ideológicamente afines, la desasistencia a las fuerzas policiales en su lucha contra el narcotráfico, la protección a la banda organizada con la connivencia de ciertos «progresistas» para enriquecerse con las mascarillas en plena pandemia mortífera, el tránsito ilegal de Delcy por Barajas con su copioso equipaje... Es un no parar.
Esta situación deprimente y de riesgo haría plantearse a cualquier gobernante cerebralmente limpio huir al grito de «¡El último que cierre la puerta!» (cuya variante chusca llamaba de otra forma a quien quedase último).
Si la remembranza de aquella barbería es plácida y risueña, me entristece y acongoja ver que esas conductas políticas detestables crecen, en vez de menguar, con el avance de la técnica; y se consideran indemnizables, aunque el actual presidente del Gobierno aseguró llegar al poder «para regenerarnos moralmente de la corrupción».
Desapareció la barbería de Granátula, donde el Cajote y el Rabo lamentaban conductas que hoy parecen cuasi santas. Un nonagenario amigo me lo tiene dicho: «En todo esto, más que el delito impresiona una inmoralidad tan cutre». Y yo me digo: ¡hay que j...eringarse, cómo está el patio!
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