Las heridas siguen abiertas en los distintos escenarios del 11M
En el valle del Narcea, de donde se sustrajeron los explosivos, nadie quiere recordar lo ocurrido El barrio Santa Eugenia de Vallecas, donde explotó una de las bombas, sigue marcado por la pérdida
PLa vivienda que alquiló Jamal Ahmidan en Chinchón luce totalmente reformada por el actual propietario
ara llegar a Mina Conchita, de donde se sustrajo la dinamita que causó el mayor atentado en la historia reciente de Europa, hay que bajar una pequeña cuesta que sale de la AS-15 a la altura del kilómetro 22 y cruzar el puente que usan a diario los trabajadores del embalse de Soto de la Barca, en el valle del Narcea (Asturias). Enormes piedras ciegan la cueva, de la que solo se intuye la entrada en forma de pico si a uno no le importa ponerse de barro hasta las orejas y se adentra mucho en la frondosa vegetación que ha crecido en estos años, que hace muy difícil encontrarla.
Hasta allí, a finales de febrero de 2004, se desplazó el exminero Emilio Suárez Trashorras, que se conocía bien el camino (había trabajado allí). El 28 de febrero volvió con el terrorista Jamal Ahmidan, alias el Chino o Mowgly, cerebro de los atentados, y otros yihadistas, a cargar los explosivos Goma 2 Eco que habían sido sustraídos y que fueron usados para fabricar las bombas que días después, el 11 de marzo, segaron la vida de 192 personas y causaron más de 2.000 heridos. Trashorras fue condenado a 34.175 años de cárcel como colaborador necesario.
«Había mucho descuido entonces con la dinamita, mucha gente trabajaba en las minas», explica Antonio, en una de las pedanías del valle, mientras poda los arbustos de su jardín. «Recuerdos hay, pero la gente ya no quiere hablar de aquello, conozco a gente que trabajaba allí, algunos se fueron a otras minas», dice otro paisano que prefiere «no dar» su nombre, pero sí que cuenta que el responsable del control de Mina Conchita, Emilio Llano, de Grado, que pasó dos años en prisión preventiva, pero fue luego exonerado, «quedó muy tocado de aquello». Falleció en 2010 de un cáncer. Tenía 49 años. «Dicen que de todo aquello pilló la enfermedad».
«Vive en San Roque, sí», confirma un policía municipal, que recuerda que estuvo en la cárcel por los atentados. Era, es, Raúl González Peláez, el Rulo, minero artillero, quien habría facilitado explosivos a cambio de cocaína a su excompañero Trashorras, sin conocer para qué serían destinados. Él mismo re
conoció en el juicio el descontrol que había con los explosivos en Mina Conchita y que la llave de los minipolvorines se dejaba encima de una piedra o un árbol. La Audiencia le condenó a cinco años como autor de un delito de suministro de explosivos, pero el Tribunal Supremo le liberó meses después ante la «debilidad» de la prueba de cargo contra él.
Alguien nos indica la casa donde podríamos encontrarle. Sale una señora mayor a recibirnos. «No está aquí, pero tampoco hablaría
con ustedes de aquello». Otro de los silencios más que inunda el valle del Narcea.
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LA CASA ESCONDIDA «Mire, es ahí, ve el pino ese grande, pues debajo». Un vecino del diseminado del Polígono 44 de Chinchón apunta a una amplia finca a 300 metros de su casa. Está en una zona de campo, donde se reparten pequeñas casas a ambos lados de la M-313, al sureste de Madrid. Un sitio anónimo, alejado del ruido, que fue elegido por Jamal Ahmidan para alquilar
la casa donde se manipularon las bombas que se usaron.
Hay echado un candado, pero tras la puerta se ven placas solares y una construcción relativamente reciente, nada que ver con las fotos que se distribuyeron tras el atentado. Como quedó demostrado en el juicio, los terroristas excavaron un agujero en el cobertizo anejo a la casa para guardar los explosivos. Los policías también encontraron detonadores y restos de dinamita Goma2-ECO. Las pertenencias de los terroristas se mantuvieron en
la vivienda hasta meses después de los atentados.
Pese a que alquilaron la finca pocos meses antes del 11M, los habitantes eran conocidos en la zona. «Les conocía de vista, él, el de las gafas [en referencia a Ahmidan], tenía una cabra y se le escapaba y bajaba a buscarla por ahí», cuenta Manolo. «Iban con una motejo la mujer y él, llevaban al chico en medio, sí», asegura el jubilado, que como muchos habitantes de Chinchón se ha hecho en la verde vega del Tajuña su casita de campo.
Manolo recuerda incluso que «cuatro días» antes del atentado, cuando seguramente ya estaban preparadas las bombas con la dinamita procedente de Mina Conchita, el Chino les ayudó a pagar la obra en la pista de arena. Entre varios vecinos habían puesto dinero para arreglar el camino de cabras y alisarlo, y el terrorista «pagó su parte», dice Manolo, que resopla al ser preguntado qué pensó cuando se enteró de que eran los yihadistas.
En Leganés quedan pocos vecinos de la época en la finca donde se inmolaron siete terroristas
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LA HUELLA DEL DOLOR No hay nadie en Santa Eugenia, el humilde barrio de Vallecas en cuya estación explotó una de las bombas, que no tuerza el gesto cuando se le pregunte por el 11M. «Fue terrible, 20 años ya, ¿eh?», cuenta Lola camino de la estación de Cercanías, mientras pierde la mirada y se pone a recordar. «Mi hija salvó la vida de milagro, iba a coger ese tren para ir al instituto, pero se volvió a casa porque había perdido el móvil. Aquí todo el mundo perdió gente que conocía, familia, amigos», relata.
A las 07.38 horas explosionó en Santa Eugenia la bomba del tren número 21713, que había salido de Alcalá de Henares a las 07.14 horas con el explosivo que había sido colocado por Jamal Zougam, según recoge la sentencia de la Audiencia Nacional. Catorce personas fallecieron y hubo decenas de heridos. Los vecinos del barrio que murieron aquel día fueron muchos más, ya que también viajaban en los otros trenes que explotaron en la misma línea hacia Madrid: El Pozo, Tellez y Atocha. Y es que para Santa Eugenia, que está encajonada entre el casco histórico de Vallecas y el trazado de la A-3, Cercanías era el medio más efectivo para ir hacia el centro de la capital: estudiantes, trabajadores, universitarios...
«Estaba en ese tren, pero en otro vagón y no me pilló», relata Alfonso, jubilado, mientras pasea por una suerte de plaza alrededor de la que se levantan bloques de 10 y 12 alturas. «Recuerdo que forzaron las puertas y salimos. Atendí a un chaval que tenía una brecha en la cabeza. Estuve un poco con él. Hasta que llegó el Samur, fue un shock, la verdad. Falleció la mujer de un amigo mío... son 20 años, en fin, ya ha pasado eso», añade como si cuatro lustros fueran suficientes para pasar página. Algo que muchos no han conseguido hacer.
En la ventana de un bar un cartel recuerda los actos de homenaje que habrá en el barrio de cara al 20 aniversario de la tragedia, que dejó en la gente «un miedo escénico», relata Honorio. «Se sigue hablando del tema, claro, sobre todo cuando llega marzo. Yo tengo un amigo que se quedó sordo». «Muchos amigos murieron», cuenta el dueño de una ferretería cercana, que cuando llegó al barrio «a abrir estaba todo cortado». En el propio día no se enteró bien de a quién afectó. Fue al día siguiente el jarro de agua fría.
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EL BLOQUE MALDITO Miguel, trabajador de la construcción, estaba a media tarde del 3 de abril arreglando la bicicleta en el trastero de su urbanización de Leganés Norte cuando pensó que igual la reparaba mejor en casa. En el portal, se encontró con un vecino que le dijo: «Oye, mira esos dos que ves ahí, dicen que son policías». «Pues si lo dicen serán, ¿no?», le respondió Miguel, que empezó a tener la mosca detrás de la oreja cuando, una vez en casa, vio merodear a personas que no eran de la zona por su calle.
«Un poco antes de las ocho o así vino la Policía y nos dijo que abandonáramos los pisos. Ya se habían oído disparos», relata con precisión a pocos metros del piso donde siete terroristas del 11M se inmolaron al verse acorralados por la Policía, llevándose por delante la vida del agente Francisco Javier Torronteras. Al salir de casa, notaron que «algo gordo» estaba pasando. Las calles estaban cortadas y había un perímetro de seguridad a 300 metros alrededor de la finca.
Miguel se fue con su familia a la casa de un amigo. Poco después de las nueve se produjo una deflagración cuando los GEO iban a entrar al piso tras una infructuosa y tensa negociación, destrozó la primera planta –en uno de cuyos pisos estaban los terroristas– y la segunda del número 40 del bloque. «Mucha gente de ese portal se ha ido, no querían quedarse a vivir», confirma Miguel. El bloque entero de los portales 38 y 40 se tiró abajo y se reconstruyó de nuevo, pero ya quedan pocos vecinos de los de entonces en este inmueble de cuatro plantas. Los que quedan no quieren hablar de aquello y responden con una fría mirada cuando se les pregunta.