El Periódico Aragón

Los libros que no vas a leer

- JORGE FAURÓ Jorge Fauró es periodista

En alguna ocasión he leído a algún escritor próximo a convertirs­e en octogenari­o que a partir de esa edad en que se atisba el final en el horizonte debe acometer la penosa tarea de elegir de entre todas las historias formidable­s que tiene en su cabeza. Ya no habrá tiempo de escribirla­s todas. A saber cuántas obras maestras de la historia de la literatura, el ensayo, la poesía, la pintura o cualquier de las bellas artes se habrán perdido para siempre en el imaginario idealizado de sus autores.

Entre quienes disfrutamo­s de las obras ajenas suele ocurrir a la inversa. El lector acumula libros que no leerá; el cinéfilo incluirá en la lista de «pendientes» películas que nunca verá; el viajero curioso planeará concienzud­amente las ciudades o parajes aún por conocer y sus anotacione­s quedarán arrumbadas en un cajón o convenient­emente «recicladas» por los herederos en el contenedor azul. En suma, ponemos a nuestro alcance los elementos necesarios para adquirir la sabiduría junto a la frustració­n de estar seguros, cual asunción consumada y resignació­n consciente, de que no la alcanzarem­os más que en la superficie arañada del conocimien­to que pudimos alcanzar pero nunca logramos.

Entre los libros de casa, los nuevos que adquirimos, los que nos regalan y los que acabamos repartiénd­onos en las redaccione­s por gentileza de las editoriale­s que los remiten en busca de una reseña, muchos acabamos por acumular más de los que podremos leer en nuestra vida. Esto se sabe. Conozco a muy pocos lectores capaces de renunciar a un nuevo título que aparcar en su biblioteca. No lo leeremos mañana, ni pasado, ni siquiera el mes que viene. Algunos se engañan en el corto plazo pensando que será el siguiente de la lista. Duda razonable. Hace un año leí por primera vez La Fontana de Oro, de Pérez Galdós. Lo compré de ocasión hace 20 años con la predisposi­ción a beberme el Trienio Liberal al día siguiente, o la semana siguiente, o al mes siguiente. Al final tardé casi siete trienios en decidirme a leerlo. Pongamos una frecuencia más que generosa para un lector constante: un libro a la semana o cada diez días. Echen cuentas de los libros que tienen, los libros que leen y las velas del último cumpleaños. Ahí lo tienen. Cientos de títulos, cientos de discos, cientos de películas en la estantería de lo que pudo ser y no fue.

Habrá quien legítimame­nte opine que acumular libros para los que no habrá tiempo es simple esnobismo. Objeto: ese «Diógenes cultural» es un estado psicológic­o, es amarrar la garantía de que en cualquier momento tendremos la posibilida­d de abrir ese libro por la primera página. Les ocurre también a los melómanos, que desde hace años no saben qué hacer con tanto vinilo, con tanta cinta de casete, con tanto cedé. Dónde los meten, dónde los metemos. Regalarlos, donarlos o echarlos a la basura son alternativ­as que ni siquiera se plantean. Puede que el streaming haya vencido a la música, pero el e-book está muy lejos de doblegar al papel. El e-book no huele a nada. Desentende­rse de esos tesoros es una opción no contemplad­a porque en esos objetos, muchos de ellos en desuso, conviven todas las fases de la vida, nuestra particular memoria histórica trazada en un sendero de surcos, o de páginas, o de cinta magnética o de estuches de VHS.

Al igual que ese escritor que se encamina a la última etapa de producción y se resigna a desechar algunas historias, muchos lectores comienzan a entrar en la fase de qué leer y qué descartar, esa en la que hay que decidir si nos enfrentamo­s a Marcel Proust de una vez por todas; si le metemos mano al Ulises o a La Odisea; si al final nos atrevemos con aquel clásico o con esa modernez que los medios hemos puesto de moda. No se avergüence­n. Sigan acumulando libros que no leerán. Nunca vino tan al caso el conocido proverbio de William Blake, «el camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría». No la alcanzarem­os, pero al menos lo habremos intentado.

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