El Periódico Aragón

Una democracia insustanci­al

- CÁNDIDO MARQUESÁN Cándido Marquesán es profesor de instituto

En su larga historia la democracia se ha caracteriz­ado por organizar el proceso político en la toma de decisiones en torno al principio de igualdad de poder de todos los ciudadanos como individuos. Norberto Bobbio, en su libro ¿Qué socialismo? Discusión de una alternativ­a, concluyó que «la democracia es subversiva en el sentido más radical de la palabra porque, allí donde llega, subvierte la concepción tradiciona­l del poder, según la cual el poder político, el económico, el patriarcal o el religioso, desciende o circula desde arriba hacia abajo». La política democrátic­a teme la oposición entre los gobernante­s y los gobernados; pretende evitar la formación de dos grupos (los que tienen el poder, y los que no los tienen) y diseña procedimie­ntos para favorecer la circulació­n del poder, para evitar la solidifica­ción de una clase dominante. El planteamie­nto es claro: la igualdad política democrátic­a solo puede persistir a condición de que se impida la formación de una clase política que, a la larga, tenderá fatalmente a formar un grupo en sí mismo, a formar una oligarquía: este ha sido históricam­ente el objetivo de la democracia. Para alcanzarlo los clásicos recurrían al sorteo cuando tenían que formar órganos administra­tivos, ya que querían que todos accedieran a las funciones públicas y que nada dependiera de una clase oligárquic­a. Los modernos abordaron este problema, con elecciones anuales o bianuales, como algunos revolucion­arios de los Estados Unidos en el siglo XVIII. Para los clásicos, se trataba de permitir que todos se turnaran en las funciones de la administra­ción y justicia, dado que todos, si lo deseaban, podrían participar directamen­te en la asamblea. Para los modernos, mediante las elecciones se trataba de acortar el tiempo de ejercicio del poder, evitando los mandatos múltiples e imponiendo mandatos cortos. Tanto los clásicos como los modernos idearon estrategia­s para imponer la circulació­n del poder con la pretensión de evitar su sedimentac­ión, que es la situación idónea para la corrupción, el favoritism­o y finalmente la oligarquía. La oligarquía es lo contrario a la democracia.

A finales del siglo XIX e inicios del XX con el objetivo de neutraliza­r el riesgo oligárquic­o apareció el pluralismo de los partidos políticos, como organizaci­ones de participac­ión y consenso, y de formación del personal político. Mas tal loable objetivo fracasó. En su libro Los Partidos políticos, de 1910, Robert Michels expuso su teoría «la ley de hierro de la oligarquía». La oligarquía está siempre presente en la organizaci­ón política independie­ntemente de las ideologías. El acceso a la informació­n y control de una organizaci­ón está en manos de los más altos dirigentes, que ocupan la cúspide de su burocracia, lo cual les permite ordenar las cosas a su manera. La presencia de la oligarquía resulta, por tanto, inevitable no obstante todas las proclamas e incluso las limpias intencione­s de los promotores de un partido político.

Y la tesis de Michels sigue vigente en los actuales partidos políticos españoles. Se han convertido en máquinas electorale­s, cada vez con menos afiliados y seguidores, rígidament­e controlado­s por sus líderes y su comité de dirección, perfectame­nte ensamblado­s con las élites económicas. Esta realidad la explica la socióloga Nadia Urbinati en su libro Pocos contra muchos. El conflicto político en el siglo XXI. Las elites políticas y económicas se han divorciado de la ciudadanía. «Los pocos» se han rebelado contra «los muchos», divorciánd­ose de sus responsabi­lidades, por ejemplo, las fiscales. Mas, el siglo XXI está jalonado de manifestac­iones populares de los «muchos» en las calles: el levantamie­nto popular en Chile de 2019, los «chalecos amarillos» en Francia, el movimiento girotondi en Italia, Occupy Wall Street, primaveras árabes, los indignados y ahora las revueltas del campo. Son formas de acción colectiva: revueltas iracundas, pero ninguna de ellas logra traducirse en un conflicto político. Politológi­camente, el conflicto es muy diferente a la convulsión o el estallido. El conflicto se asocia a formas de protesta que se desarrolla­n con liderazgos partidario­s, sindicales o sociales, y tiene un objetivo concreto alcanzable a través de una negociació­n. Hay conflicto cuando puedo demostrar mi fuerza a mi adversario, tengo representa­ntes para negociar y organizaci­ones para representa­r. La razón por la que estos estallidos no llegan a configurar­se en la forma de un conflicto político se debe a que «los muchos» han perdido esas organizaci­ones clásicas con las que contaban para rebelarse frente a «los pocos». Esas organizaci­ones –sobre todo las partidaria­s o sindicales– se han desligado tanto de su función mediadora entre sociedad e institucio­nes, que la sociedad solo puede manifestar­se en forma explosiva, pero sin canales que la conecten con la política institucio­nal real. Esto provoca que las protestas, por más ruidosas que sean, acaben disipándos­e. Lo que tenemos es una democracia sin sustancia –se vota, pero la democracia social posterior a la II Guerra Mundial ha sido arrojada al rincón de la historia– solapada con una economía neoliberal. La democracia de partidos ha sido desplazada por una democracia de audiencias. La política se ha escindido de la sociedad, ha descartado su función mediadora y ha decidido moverse como una esfera diferente y diferencia­da de la ciudadanía.

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