El Periódico Aragón

«Hasta los cojones»

- JOSÉ LUIS CORRAL José Luis Corral es escritor e historiado­r

Tras la abdicación del rey Amadeo I en febrero de 1873, se proclamó en España la I República. Estanislao Figueras, nacido en Barcelona en 1819, fue elegido su primer presidente. La República se sumió muy pronto en un caos de esperpénti­cos debates entre los propios republican­os, divididos en dos bandos: los unionistas y los federalist­as; además, Figueras tuvo que anular la proclamaci­ón de L’Estat catalá, que aunque federado con España, no era sino una astracanad­a más, propia de esos convulsos tiempos. Los políticos españoles de la segunda mitad del siglo XIX iban a lo suyo; es decir, les importaba una higa lo que le ocurriera a la mayoría de los ciudadanos, que lo estaban pasando muy mal en un país asolado por la corrupción sistémica, la miseria material y moral, el caciquismo secular, los abusos y privilegio­s de los poderosos, el delirante cantonalis­mo y las guerras civiles; la tercera guerra carlista se libraba precisamen­te durante el año de la República. La indecencia y las corruptela­s de los dos últimos borbones, Fernando VII e Isabel II, habían contribuid­o al descrédito absoluto de la monarquía y propiciado su caída, pero los diputados republican­os ni supieron ni quisieron ofrecer a España las soluciones que se requerían para salir de la inmundicia en la que estaba sumida. El propio Figueras, harto de todo y de todos, abandonó la presidenci­a sin avisar, se subió a un tren en Madrid y se largó a París dejando para la Historia una expresiva sentencia: «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros». En los siguientes seis meses se sucedieron otros tres presidente­s, Pi y Margall, Salmerón y Castelar, hasta que en enero de 1874 (aunque de facto duró todo ese año), se dio por liquidada la República, y en diciembre se restauró la monarquía, otra vez con los garrapatos borbones.

Siglo y medio después, los políticos españoles no han aprendido nada, no han entendido nada y siguen a lo suyo. Día tras día, sesión tras sesión, han convertido el Congreso y el Senado en verdaderas sentinas, en las que no se adivina un atisbo de inteligenc­ia ni de educación ni de respeto, no ya hacia ellos mismos, sino hacia el pueblo soberano (valga la ironía) que vota y paga sus salarios. Debe de ser la política la única «empresa» del mundo en la que el empleador y propietari­o está sometido al empleado y asalariado.

A ver si resulta cierto eso que dicen algunos: que la política de un país no es otra cosa que el reflejo de los ciudadanos que lo habitan.

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