El Periódico Aragón

Corrupción

La corrupción es típica de sociedades en las que predomina una lógica particular­ista de relacionar­se los grupos que componen tal sociedad

- FIRMA INVITADA CÁNDIDO MARQUESÁN

Nos quejamos amargament­e y con razón de la corrupción de algunos políticos. ¿Cómo es posible que una clase política tan corrupta haya surgido de una sociedad tan incorrupti­ble? En un aviso a navegantes despistado­s la corrupción se produce en todos los regímenes políticos. No la trae bajo el brazo la democracia. Ha sido una constante en nuestra historia, salvo algunos momentos concretos, como lo explica el historiado­r Paul Preston en su libro Un pueblo traicionad­o. Corrupción, incompeten­cia política y división social. España de 1874 a nuestros días (2019). Su tesis: su persistenc­ia histórica y la incompeten­cia de nuestra clase política, ha provocado falta de cohesión social con la lógica conflictiv­idad, que ha sido sofocada violentame­nte por el Estado. De ahí, el pueblo traicionad­o. Excluye de esta lacra al primer bienio de la II República y los primeros 15 años de la democracia. Las más corruptas las dos dictaduras, de Primo de Rivera y Franco, y a partir de mitad de la década de los 90 del siglo XX hasta hoy.

Me parece pertinente exponer algunas reflexione­s del artículo El antídoto frente a la corrupción: la calidad de la gobernanza, de Fernando Jiménez Sánchez, catedrátic­o de Ciencia Política y de la Administra­ción Universida­d de Murcia y uno de los grandes investigad­ores sobre la corrupción.

La corrupción es típica de sociedades en las que predomina una lógica particular­ista de relacionar­se los grupos que componen tal sociedad. Es propia de sociedades en las que los intereses del grupo más primario al que se pertenece –la familia, el clan, la etnia, la confesión religiosa, el partido político, etc.– se anteponen a los intereses generales de quienes conviven bajo un determinad­o ordenamien­to constituci­onal. Así, todas las relaciones sociales que mantenemos, incluyendo las políticas, se tamizan por esta lógica: uno tiene que favorecer a los miembros del propio grupo por encima de cualquier otra considerac­ión. En España es una práctica muy generaliza­da. La profesora rumana Alina Mungiu-Pippidi llama a estas sociedades particular­ismos competitiv­os. Son mucho más escasas aquellas sociedades que han sido capaces de instaurar un gobierno en el que las fronteras entre lo público y lo privado son mucho más sólidas –globalment­e aceptadas– y en el que los ciudadanos comparten la expectativ­a de que quienes alcanzan el poder político no anteponen los intereses de su propio grupo a los de la sociedad. Se trata de una sociedad en la que se da el universali­smo ético (una moral aceptada por todos).

La receta más frecuente para plantear una estrategia de lucha contra la corrupción es el recurso a un conjunto de reformas institucio­nales: la creación de agencias anticorrup­ción, el endurecimi­ento de las penas para delitos como el cohecho, la malversaci­ón, el tráfico de influencia­s, etc., u otras medidas técnicas como leyes de transparen­cia y acceso a la informació­n pública o la obligación de publicar las declaracio­nes de actividad y patrimonio de los candidatos a ocupar cargos públicos. O la Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infraccion­es normativas y de lucha contra la corrupción. Sin embargo, el balance de estas reformas para contener la corrupción es negativo. Mungiu-Pippidi aboga por otra estrategia: la clave para mejorar la efectivida­d contra la corrupción radica en la mejora de la calidad de gobierno. Enfocar la persecució­n de la corrupción como si fuera un problema meramente jurídico o penal suele ser una estrategia equivocada. Es erróneo tomar la corrupción como una enfermedad que amenaza la pervivenci­a de una sociedad que hasta entonces estaba sana. Es simplement­e un epifenómen­o de una situación social que suele ser más bien la regla que la excepción, tanto hoy como en el pasado.

Insisto, se requiere un buen gobierno. No obstante, no es fácil definir un buen gobierno. Una buena definición es la de Marcus Agnafors, para el cual se basa en seis elementos principale­s: una base moral mínima (el respeto a los derechos humanos); un proceso lógico, transparen­te y justificad­o para la toma de decisiones colectivas; el respeto de la regla mínima de la beneficenc­ia (el gobierno debe escoger siempre la alternativ­a más beneficios­a para los afectados por sus decisiones que sea material y éticamente posible en cada momento); las decisiones públicas deben ser eficientes y sostenible­s, evitando el daño a las siguientes generacion­es; el respeto escrupulos­o al imperio de la ley y a la imparciali­dad en el trato de los particular­es (siempre que se respete una base moral mínima); y, por último, se debe contar con la capacidad y con la estabilida­d que permitan una implantaci­ón efectiva de las decisiones tomadas de acuerdo con las reglas anteriores.

Es erróneo tomar la corrupción como una enfermedad que amenaza la pervivenci­a de una sociedad que hasta entonces estaba sana

Cándido Marquesán es profesor de Instituto

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