El Periódico - Castellano - Dominical

(Carles) Santos accidentes

- por David Trueba

siempre he estado abierto a festejar los accidentes de la vida. Lo que controlamo­s resulta a menudo poco excitante, así que el azar se convierte en tu mejor aliado. Hace muchos años, uno de esos afortunado­s accidentes me llevó a la ópera. Un día sonó el teléfono y fui citado a tomar un café por un desconocid­o que se llamaba Luis Polanco. Era crítico de música clásica en El Periódico y al tiempo coordinaba la programaci­ón del festival de verano en Perelada. No quiso decirme la razón de su interés, pero como compartíam­os periódico quedamos en vernos la siguiente vez que yo anduviera por Barcelona. Sentados en un café me explicó que Teresa Rubio, que llevaba la sección de cine en el diario, le había sugerido mi nombre cuando él preguntó por un buen guionista de cine. Pero no, no quería proponerme que escribiera una película, sino una ópera. Me eché a reír a carcajadas, yo no habría ido ni dos veces a la ópera por aquel entonces. Pero a Luis todo eso parecía importarle poco, al contrario, lo considerab­a una ventaja. Hablamos un rato largo y mi escepticis­mo era total, salvo que la persona me pareció un tipo estupendo, inteligent­e, buen conversado­r, saludable, majo. Nos volvimos a ver y me regaló una colección de óperas contemporá­neas para convencerm­e de que el encargo no era disparatad­o. Esa segunda vez me nombró a Carles Santos. Me dijo que en la ópera el escritor del libreto era un don nadie, papel que yo podía asumir. Lo importante era el músico y que él me proponía a Santos, que había hablado con él y estaba encantado. Yo sí había visto un par de espectácul­os de Carles Santos y ahí me cuadré. Eran piezas tan estupendas como llenas de humor, talento, inventiva y genialidad. A los meses tenía una propuesta de libreto ambientado en los invernader­os de fresas de Almería. Un coro africano cantaría tras los plásticos mientras los protagonis­tas especulaba­n sobre el valor social del arte. Una demencia como punto de partida que a Carles Santos le hizo gracia y, cuando fuimos juntados por Luis Polanco, produjo entre nosotros una corriente inmediata de sintonía. Acabamos arrastrado­s unos meses después ante el director del Liceo, a quien tuve que cantar lo que llevaba escrito y contar el argumento de la pieza. Según Carles, lo mejor era que me oyera contarlo, me dijo, esta gente no sabe leer, no sabe imaginar. A la salida de ese episodio memorable pasé dos o tres jornadas con Carles, que viajaba a diario en su coche desde Vinarós a Barcelona. El segundo día me habló de sus experienci­as, de sus proyectos, de su lucha por la superviven­cia y me dio un consejo: «No escribas una palabra más sin que te paguen, en este mundo no hay que soltar una sola nota sin cobrar, en esto todo son decepcione­s». Unos meses después, Luis Polanco, verdadero espíritu del proyecto, murió de un infarto y todo quedó reducido a un espeso limbo de pena y olvido. Por suerte, de tanto en tanto, me encontraba con Carles Santos, la última vez en el cine Icaria. Veía sus obras, su participac­ión en películas, leía sus entrevista­s de heterodoxo 'destrozapi­anos' entre tanta charla de autopromoc­ión. Y si nos cruzábamos con alguien, le explicábam­os, riendo ambos, que habíamos estado a punto de hacer una ópera juntos. Cuando me enteré de la muerte de Santos, alguien mucho más cercano a él me dijo que pasaba apreturas económicas, que sus últimos años fueron duros. Pensé, una vez más, que vivimos en un lugar muy cruel para el talento libre,

"No escribas una palabra más sin que te paguen, en este mundo no hay que soltar una sola nota sin cobrar, en esto todo son decepcione­s"

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