El Periódico - Castellano - Dominical

La tumba del templario

- Arturo Pérez-Reverte www.xlsemanal.com/firmas

hace mucho tiempo me refugié en una iglesia, en el sur del Líbano, y gracias a eso vi algo que no olvidé jamás. Ocurrió el 12 de junio de 1974, en Tiro, cerca de la frontera con Israel. Tenía veintidós años y había cruzado el río Litani para contactar con la guerrilla palestina. El problema era que, como el mando de la OLP tardaba en darme la autorizaci­ón, decidí ir a mi aire, sin permiso. Llegué a Tiro en autobús, y me bajé mochila al hombro en el puerto, del que recuerdo los viejos muros y las barcas de pescadores junto al mar azul, bajo un cielo luminoso y cegador. Al rato empecé a tener problemas. Hacía mucho que allí no se veían tipos con apariencia occidental, y los Mirage israelíes bombardeab­an casi a diario los campos de refugiados cercanos. Mi aspecto –joven en edad militar, pelo corto– despertó sospechas, y al poco rato tuve a dos individuos tocados con kufiya y con muy mala catadura siguiéndom­e por las callejas medievales de la ciudad vieja. Y cuando, al pararme a beber un refresco, oí a un muchacho decirle a otro «Yahud» –judío– mientras me miraba de reojo, comprendí que aquello no iba a terminar bien. Había cerca del puerto un cuartelill­o de policía, y me metí dentro. El jefe, un grasiento bigotudo, miró con indiferenc­ia mi pasaporte, encogió los hombros y dijo que el próximo autobús hacia Sidón y Beirut salía a media tarde, y que me aconsejaba subir en él, si es que para entonces aún podía hacerlo. Que nada iba a hacer por mí. Después me ofreció un cigarrillo y señaló la puerta. Volví a la calle, y a los pocos pasos vi que los dos fulanos seguían detrás. Me detuve en un puesto callejero a comprar un cuchillo, más que nada por chulería, para que me vieran hacerlo, pues ni siquiera estaba afilado –todavía lo conservo, y sigue sin estarlo–, y con él en la mochila seguí camino, bastante acojonado, sin saber a dónde diablos ir. Y entonces vi la iglesia. Era de la misma piedra dorada que el resto de las construcci­ones locales, con pórtico medieval y cruz en lo alto. Así que sin pensarlo, por simple instinto de alguien pertenecie­nte a una civilizaci­ón donde las iglesias fueron refugio, me acogí a sagrado. Quiero decir que me metí dentro y me senté en un banco, reflexiona­ndo en cómo salir de aquel lío. Estaba en eso cuando apareció una monja, que se sorprendió al verme, y a la que conté mi situación. Entonces ella avisó al párroco, un sacerdote libanés anciano, de pelo blanco y rostro amable. Se llamaba padre Isard, tenía una voz dulce y hablaba un francés impecable que parecía sacado de un texto de Bossuet. Cuando lo puse al corriente, censuró con mucho tacto mi imprudenci­a y luego salió a explicar la cosa a los dos fulanos. Cuando volvió, me dijo que eran palestinos, que en efecto me habían tomado por un espía israelí, y que mejor me quedaba con él un rato mientras se aclaraban las cosas. Siguieron cuatro horas inolvidabl­es. El sacerdote me invitó a comer –vivía en una dependenci­a de la misma iglesia– y me estuvo contando la historia del lugar, de cuando la ciudad bizantina fue ocupada por los árabes y luego conquistad­a por los cruzados, siendo una de las más importante­s del reino latino de Jerusalén. Tiro, me dijo, había caído en manos de los mamelucos en 1291, al mismo tiempo que San Juan de Acre, situada una treintena de kilómetros al sur. Los caballeros templarios y hospitalar­ios se habían batido allí hasta el fin, terminando así el siglo y medio de presencia cristiana de la primera Cruzada. Y entonces –estábamos ya en el café–, como si recordara algo, el padre Isard alzó un dedo, sonrió y dijo: «Acompáñeme». Lo seguí por una escalera hasta una cripta pequeña, circular, apenas iluminada por cuatro estrechas saeteras. Y allí, en el centro, en una penumbra dorada y casi mágica, había un antiguo sarcófago: la estatua yacente de un cruzado, desfigurad­a a martillazo­s hasta hacerla irreconoci­ble, reducida la cabeza a piedra machacada, pero en cuyo torso aún era posible advertir la armadura, y también los brazos y los guantelete­s que en otro tiempo reposaron sobre el mango de una espada. «Un caballero templario», dijo el padre Isard. Entonces, sobrecogid­o, toqué lo que había sido un rostro mientras pensaba que el azar tenía interesant­es ángulos. Y ahora sé con certeza que fue ese mismo azar –hecho de reglas perfectas– el que guió mis irresponsa­bles pasos hasta allí para que, cuarenta y cuatro años después, yo pudiera contarles a ustedes que una vez vi a un templario durmiendo el sueño de los siglos entre la luz polvorient­a de una cripta medieval, en la ciudad de Tiro.

Cuando oí a un muchacho decirle a otro "Yahud" –judío– mientras me miraba de reojo, comprendí que aquello no iba a terminar bien

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