El Periódico - Castellano - Dominical

Nadie se merece esto

En Venezuela, los niños se mueren en urgencias, los médicos operan sin anestesia, los enfermos no reciben antibiótic­os… y el Gobierno insiste en negar la miseria. Los hospitales son la cara más terrible de la situación del país. Una visita al horror.

- POR JENS GLÜSING / FOTOS: MEREDITH KOHUT

Ul pequeño Joniel Briceño es demasiado chiquitín para vivir. Tiene ocho meses y solo pesa cinco kilos, poco más que un recién nacido. Su madre lo ha traído desde la aldea donde viven, dos horas a pie hasta la parada del autobús con él en brazos, luego otras tantas de carretera. Ahora Joniel ocupa la cama número dos, debajo de un pato Donald que alguien ha pegado en la pared. Joniel no es el único bebé demacrado y con el vientre abultado que hay en el departamen­to de pediatría del Hospital Universita­rio Luis Razzeti de Barcelona, una ciudad a unos 300 kilómetros al este de Caracas. Los médicos y enfermeros llaman 'África' a este departamen­to. En ningún lugar se hace tan visible la desesperad­a situación del país como en sus hospitales. Venezuela, el rincón del mundo que cuenta con las mayores reservas de petróleo, está en la ruina. Ayer era uno de los países más ricos del continente, hoy sus habitantes pasan hambre. La economía se hundió en 2014 y sigue por los suelos; en las tiendas hay escasez de alimentos, de papel higiénico, de detergente... A la puerta de los supermerca­dos hacen guardia hombres armados. Los pobres pasan hambre; los débiles y los enfermos mueren; los jóvenes se meten en bandas de delincuent­es. Todo el que puede se marcha del país.

Los médicos llaman 'África' a la sala de pediatría del Hospital Universita­rio. Todos los días llegan bebés desnutrido­s. Cada día muere alguno

El presidente Hugo Chávez, fallecido en 2013, se ganó el favor del pueblo porque utilizaba los ingresos del petróleo para financiar programas sociales. Sin embargo, la petrolera estatal se encontró sin capital para acometer nuevas inversione­s. La corrupción y la mala gestión floreciero­n. Bajo el gobierno de Nicolás Maduro, el sucesor de Chávez, Venezuela ha acabado cayendo en una crisis existencia­l. El Gobierno apenas hace llegar dinero a los hospitales, y tampoco deja que entre ayuda al país. Porque, si el autocrátic­o presidente Maduro lo permitiera, sería como reconocer que su gestión es un fracaso. Parece que prefiere esa miseria que se puede ver y palpar en sus hospitales. En Venezuela, según datos de Unicef, el 15 por ciento de los niños están desnutrido­s. Algunos de los peores casos se encuentran aquí, en el Razetti de Barcelona, diez camas en las urgencias infantiles, con tres niños uno al lado del otro en algunas de ellas. En el suelo hay cucarachas muertas, por la noche un gato merodea por las deteriorad­as salas de un hospital en el que hay carencia de todo, desde antibiótic­os hasta anestésico­s. Años atrás, esta clínica fue modélica. Da servicio a toda la parte oriental del país, los pacientes vienen incluso desde las provincias amazónicas y la propia capital. El edificio principal, una impresiona­nte construcci­ón de ladrillo, tiene nueve pisos de altura. A su lado, en el ala pediátrica, se encuentra África. Todos los días llegan una docena de niños, prácticame­nte cada día muere alguno. Y es aquí donde el pequeño Joniel lucha por su vida. Junto a la cama se encuentra su madre, Yeriyoli Pérez, de 25 años, una mujer joven que solo pesa 39 kilos. Ha perdido 16 en estos últimos meses, dice. Se alimenta casi exclusivam­ente de maíz. Su bebé también, a ella ya no le queda leche. «Comemos lo que podemos conseguir», dice con un hilo de voz. Los médicos le han aconsejado que coma carne y lácteos, pero no se los puede permitir. Yeriyoli Pérez no tiene trabajo, no tiene dinero ni para comprar leche infantil. En el Razetti, el antiguo hospital modélico, tampoco hay leche infantil, se acabó en enero. Los propios médicos compran comida para los pacientes, cuenta una enfermera. «Pero ellos tampoco ganan ya casi nada». Por eso

no hay mucho que hacer por el pequeño Joniel, salvo conservar la esperanza. Y sacudir un cartón para espantar las moscas que dan vueltas sobre su diminuto cuerpo. NI PAÑALES NI SÁBANAS... NADA. Ya no queda nada en el Razetti: ni medicinas ni papel higiénico ni pañales ni productos de limpieza o desinfecta­ntes ni sábanas ni bolígrafos o papel para los médicos. La máquina de rayos X está estropeada, no hay oxígeno para los respirador­es. La unidad de cuidados intensivos se encuentra fuera de servicio, igual que los quirófanos, por falta de instrument­al. Solo funciona uno de los monitores que controlan los signos vitales, su pitido es la única señal de civilizaci­ón en esta desolación. En la cama junto a Joniel patalean dos gemelos de solo un mes de edad. Llevan aquí dos semanas. Necesitarí­an una transfusió­n sanguínea, pero el banco de sangre lleva meses cerrado. La madre podría comprarla en una clínica privada, pero ¿de dónde saca el dinero? La mortalidad infantil en el país ha aumentado dramáticam­ente en los últimos tiempos. El Gobierno intenta negar la crisis. Lleva años sin publicar la mayor parte de las estadístic­as sanitarias de referencia. El último informe oficial del Ministerio de Salud es el de 2015, y ya recogía que la mortalidad en niños de menos de cuatro semanas se había multiplica­do por 100 en solo tres años, de un 0,02 a más del 2 por ciento. A comienzos de mayo del año pasado, el Ministerio hizo públicos por sorpresa varios informes en los que, entre otros datos, constaba que las muertes de niños de menos de 12 meses casi se habían triplicado en un año, hasta alcanzar los 11.446 casos. Desde entonces, la crisis económica se ha agudizado. «Los niños se mueren porque hay funcionari­os corruptos que se quedan con el dinero destinado a los hospitales o lo desvían para otros propósitos», dice Óscar Navas, un médico de 28 años, barba de pocos días y bata blanca. En realidad, todavía no ha terminado su residencia de traumatolo­gía, pero como no hay suficiente­s médicos tiene que hacer los mismos turnos que los demás. Está de servicio desde esta mañana, por la noche se quedará él solo para atender a todo el hospital. En los tiempos que corren, eso significa una cosa: administra­r la carencia. «Tenemos que ver cómo se nos mueren los pacientes porque no podemos hacer nada por ellos», dice Navas, hijo de una ginecóloga y nieto de un internista; los dos le desaconsej­aron que estudiara Medicina. Le dijeron que se marchara al extranjero. Pero se quedó.

"Nos llegan muchos pacientes con roturas porque se han caído de los árboles. El hambre los lleva a subirse a los mangos o los cocoteros para coger la fruta", cuenta el doctor Navas

Hay más de 60 pacientes tumbados o sentados en los pasillos de las urgencias, y cada día son más. Antes solo los pobres venían a los hospitales públicos, hoy los pacientes pertenecen a todas las clases sociales. En el aire flota el hedor de la orina y los vómitos. Como los ascensores están estropeado­s, muchos enfermos se pasan horas esperando a que alguien los suba a la planta que les correspond­e. De todos modos, allí no hay camas suficiente­s. Tampoco hay médicos y enfermeras suficiente­s, cientos de empleados del hospital se han ido del país. «El que se va lo que hace es apoyar a la dictadura –dice Óscar Navas–. La gente nos necesita aquí». El doctor Navas lleva zapatillas deportivas, vaqueros y camiseta, su bata tiene manchas de sangre. Antes, los médicos lucían camisa blanca y corbata, pero ya no hay dinero para eso. Los médicos también son víctimas de la hiperinfla­ción. Navas gana alrededor de dos euros al mes, con las guardias nocturnas pueden ser el doble. Solo el trayecto en autobús hasta el hospital se come su salario. La novia de Óscar Navas es arquitecta, sus padres viven en Estados Unidos y ayudan a la pareja, de otro modo no podrían salir adelante. «Todos los médicos necesitan alguien que

los financie, ninguno puede vivir de su trabajo», dice. Revuelve con el tenedor el contenido de una tartera, arroz con frijoles, su comida de hoy. Un sándwich en la cafetería del hospital le costaría un tercio de su sueldo. Por lo general, solo come en casa. «En el hospital, ver morir de hambre a los pacientes me quita el apetito». Algunos médicos trabajan 48 horas seguidas sin comer nada, añade.

MÁ S MI L I C I A N O S Q U E MÉ D I C O S .

Navas quiere enseñarnos todo el complejo hospitalar­io, pero a la entrada del edificio principal hay milicianos con uniforme verde oliva, supuestame­nte con la orden de impedir el paso a visitantes no deseados. Como los periodista­s, por ejemplo. «Hay más milicianos que médicos», susurra Navas. Uno de estos hombres se planta delante de nosotros. Navas intenta razonar con él: «Vuestros familiares también tienen que venir alguna vez al hospital, ¿no? Lo único que quiero es enseñarle al mundo cómo están las cosas aquí para que cambie algo». El miliciano llama a su comandante, que habla con el médico unos momentos. Luego ordena que nos dejen pasar. Navas sube por unas escaleras en penumbra hasta la novena planta, la de neonatolog­ía. Por el camino señala un corredor desierto: «Aquí estaba la unidad de cardiologí­a, tuvimos que cerrarla. Los cardiólogo­s se habían ido todos al extranjero». En las tres incubadora­s que todavía funcionan hay otros tantos bebés prematuros. Los tubos que salen de las máquinas están pegados con cinta adhesiva. A la mañana siguiente, Navas emprende su ronda matutina por urgencias. En Venezuela, los médicos deben tener inventiva. Navas nos enseña cómo inmoviliza la pierna y la cadera de un accidentad­o usando un armazón hecho con tubos metálicos y cuerdas, y nos cuenta que perforó una tibia con una taladrador­a que le prestaron en una tienda de bricolaje. «Desde hace un año nos llegan muchos pacientes que se han caído de árboles, el hambre los lleva a subirse a los mangos o a los cocoteros para coger la fruta», dice Navas. A un joven le pone un trozo de cartón entre los dientes para que lo muerda. Tiene que enderezarl­e la pierna rota, y no hay anestésico­s. El joven muerde el cartón al tiempo que ahoga un grito de dolor. El último paciente al que atiende Navas es el joven Erick Guevara, de 24 años. «¿Cómo va eso, campeón?», le pregunta. No hay paciente que aguante sin quejarse tanto como él, dice el médico. Cuando Navas le recoloca la pierna fracturada, rechaza el trozo de cartón para morder a pesar de que el dolor hace que su frente esté perlada de sudor. El joven nos cuenta que quería marcharse a Chile. Pero tres días antes de emprender viaje resultó herido de gravedad en un accidente de tráfico. Fractura triple de cadera, amputación traumática del pie izquierdo. La operación de la cadera Navas la hizo con anestesia local, un martillo y alambre. Ahora confía en que todo vuelva a soldarse. Si algún día pueden operarle en condicione­s, dice, el joven Guevara se pasará un tiempo en silla de ruedas, pero luego caminará con muletas y, con suerte, hasta le pueden poner una prótesis. Si el personal del hospital intenta llamar la atención sobre la miseria en la que trabaja, la respuesta del Gobierno es la represión. Recienteme­nte, un 'colectivo', como se conoce a las unidades formadas por los seguidores de Maduro, asaltó un hospital en Caracas porque sus médicos y enfermeras habían convocado una protesta. «Si no quiere ayuda de Occidente, Maduro al menos podría pedir medicinas y equipo médico a Rusia o a China», dice Navas. «Pero lo único que hace es negar la miseria». Navas no oculta su rechazo al régimen. Muchos de sus amigos se encuentran en la cárcel por pertenecer a la oposición. Él boicoteó las elecciones presidenci­ales de mayo, como casi todos los detractore­s de Maduro. «Cada voto refuerza al dictador», dice. Casi dos tercios de los venezolano­s no pasaron aquel día por las urnas. Pocos días después de las elecciones, la por entonces ministra de Salud aseguró que en el país hay medicinas suficiente­s para los hospitales. Pero, si es así, nada ha llegado a Barcelona. Joniel, el bebé de urgencias, murió de la desnutrici­ón el mismo día de las elecciones presidenci­ales.

"El que se va del país lo que hace es apoyar a la dictadura –dice el doctor–. La gente nos necesita aquí". Los médicos trabajan hasta 48 horas sin comer

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