El Periódico - Castellano - Dominical

EL HOMBRE QUE NO QUERIA DEJAR HUELLA

- POR CARLOS MANUEL SÁNCHEZ

Nunca quiso ser famoso. Ni le dio mucha importanci­a a lo que había conseguido. Y eso que fue el primer hombre en poner un pie en la Luna. Una película 'rescata' a Neil Armstrong, un nombre que todos conocemos, pero de cuya vida sabemos muy poco.

Neil Armstrong (1930-2012), el primer hombre que pisó la luna, jamás se vio a sí mismo como un héroe. Antes que astronauta, antes incluso que piloto, se considerab­a ingeniero. Y lo que más le preocupaba era hacer bien su trabajo. Era modesto y parco en palabras. Pocas celebridad­es han llevado tan mal la fama como Armstrong. Si supiera que Hollywood va a estrenar una película sobre su gesta – First Man, protagoniz­ada por Ryan Gosling y dirigida por Damien Chazelle ( La La Land)– se revolvería en su tumba. Un hombre sencillo y de pueblo, el chico del Medio Oeste que pilotaba el módulo lunar como si fuera un tractor, utilizando «matemática­s de granjero» para calcular la órbita de descenso. Y con un ordenador a bordo menos potente que cualquier móvil actual, y con el que los astronauta­s no hubieran podido ni visionar una peli para amenizar los 384.400 kilómetros del trayecto. Cuando Armstrong dejó la NASA en 1971, se compró una granja de cerdos en Wapakoneta, el pueblo de Ohio donde nació. Y dio clases en la Universida­d de Cincinnati. Tapó con cartones las ventanas de su despacho para que los estudiante­s no se asomaran. No firmaba autógrafos. Y demandó a su barbero por vender mechones de su pelo. Su destino se decidió a los seis años, cuando su padre le dio un paseo en avioneta. Quedó fascinado. Admiraba a los pioneros de la aviación –Charles Lindbergh o Amelia Earhart– y a los ases de la Gran Guerra. Soñaba con ser el Barón Rojo. Mientras tanto, en los pueblos azotados por la Depresión donde trasladaba­n a su padre, auditor, se sacaba unos centavos después de clase cortando hierba en el cementerio o preparando dónuts en la panadería. Salía al campo con los boy scouts. Once de los doce hombres que estuvieron en la Luna fueron scouts. Aprendió a volar a los 14 años, antes de sacarse el carné de conducir. «Me decepciona­ba haber nacido una generación tarde. Me perdí todas las grandes aventuras de la aviación: los vuelos transoceán­icos, los récords en solitario...», recordaba. La épica estaba agotada, o eso creía; pero quedaba la técnica. Pragmático, el joven Armstrong decidió que dedicaría su vida a fabricar

"YO SOY, Y SERÉ SIEMPRE, UN INGENIERO EMPOLLÓN DE LOS QUE LLEVAN CALCETINES BLANCOS".

aviones. Sería ingeniero aeronáutic­o. Estudió con una beca en la Universida­d de Purdue. Pero interrumpi­ó su carrera para alistarse como piloto de la Marina, donde sirvió durante tres años (1950-53) durante la guerra de Corea. Participó en 78 misiones de combate. En un vuelo raso se llevó por delante un cable y perdió un gran trozo del ala derecha. Tuvo que saltar. Intentó caer en el mar, pero calculó mal y tomó tierra en un arrozal, aunque por fortuna no en territorio enemigo. Solo se fracturó el coxis.

HOMBRE DE HI E L O.

Conoció a Janet, la que sería su mujer, al volver de Corea y reincorpor­arse a la universida­d. Él tenía 22 años y ella, 18. Armstrong no era muy lanzado con las mujeres. Y tardó tres años en proponerle una cita. El matrimonio tuvo tres hijos: Eric, Karen y Mark. Terminó la carrera y se hizo piloto de pruebas. Fue destinado a la base de la Fuerza Aérea Edwards. La fama del comandante de hielo, el aviador capaz de mantener la calma en los peores momentos,

Las pruebas eran durísimas. Le llegaron a inyectar agua helada en el oído durante mucho tiempo La muerte de su hija le impulsó a hacerse astronauta. Necesitaba dedicar su energía a algo positivo y relevante

comenzó a gestarse. Como un gato, siempre se las arreglaba para caer de pie. Se fiaba de su intuición antes que del instrument­al, que era precario para unos prototipos que superaban cinco veces la velocidad del sonido. En 1962, su hija Karen murió a causa de un tumor. Tenía dos años. Unos meses después, Armstrong presentó su candidatur­a como astronauta. No hablaba del tema, pero sus familiares dicen que aquella pérdida fue decisiva, que necesitaba dedicar su energía a algo positivo para la humanidad. Fue uno de los primeros pilotos de la NASA en soportar la centrifuga­dora, una especie de atracción de feria que sometía a los aspirantes a intensas fuerzas gravitator­ias. Solo dos resistiero­n el máximo, y solo Armstrong seguía controland­o los mandos del simulador «a pesar de que se me había ido tanta sangre a la cabeza que apenas veía nada». Otras pruebas rayaban en el sadismo. «Hubo una en la que te inyectaban agua helada en la oreja con una jeringuill­a durante mucho tiempo», rememoraba. Armstrong siguió a lo suyo. Pilotando como un acróbata las invencione­s del equipo de diseño y sobrevivie­ndo a los accidentes. L A S ORPRESA DE S U V I DA. Los tres elegidos para la gloria fueron Mike Collins, piloto del módulo de mando; Buzz Aldrin, piloto del módulo lunar; y Neil Armstrong, comandante de la misión. Una sorpresa, porque él mismo había reconocido ante sus superiores que le faltaba personalid­ad. Los tripulante­s del Apolo 11 apenas se dirigían la palabra. Lo de ser el primero en la Luna le traía sin cuidado a Armstrong. «Mi objetivo es ir, aterrizar y volver sanos y salvos. Demostrar que el hombre es capaz de hacer este tipo de trabajo», decía. No alcanzaba a ver la dimensión simbólica de esa hazaña. Aquel 20 julio de 1969, después de un viaje de cuatro días de la Tierra a la Luna, el módulo lunar –el Águila, un cachivache con largas patas de araña– se separó del módulo de mando; y Armstrong lo pilotó hasta casi quedarse sin combustibl­e mientras en el control de tierra se mesaban los cabellos. La superficie estaba llena de grandes rocas y cráteres, pero Armstrong nunca pensó en abortar el aterrizaje. No porque la supremacía de Estados Unidos en su carrera con la Unión Soviética estuviese en juego, sino porque tenía la sangre más fría que nadie. Por eso lo eligieron. Por fin, a 30 metros del suelo y a 30

segundos de quedarse sin una gota de propergol con el que propulsar el módulo, vio una parcelita donde posarse. Armstrong tenía 38 años, medía 1,80 y pesaba 77 kilos. Con el traje presurizad­o alcanzaba los 158, que se convertían en 26 por obra de la gravedad lunar. Nadie sabía si diría algo o se quedaría en blanco, pero se preparó una frase la noche anterior, más por compromiso que por afán de inmortalid­ad. «Es un pequeño paso para el hombre, pero un gran paso para la humanidad», proclamó. «Nunca fui demasiado bueno vocalizand­o», reconocerí­a. Al paseo lunar se llevó una bolsa para poder recoger piedras y una Hasselblad para hacerle fotos a Aldrin. No pensó en hacerse un selfi, así que solo aparece reflejado en la escafandra de su compañero. Se dejaron la puerta de la escotilla entornada por si no podían abrirla al regresar. Habían forcejeado tanto con ella para salir que la sensación de ridículo, si se quedaban para siempre en la Luna por un fallo técnico tan banal, era incluso peor que morir. Armstrong se negó a ser el resto de su vida una leyenda. Pasó la cuarentena encerrado en un cubículo con sus compañeros por si estuvieran incubando algún tipo de gripe extraterre­stre, y en cuanto salió de allí, empezó a desmarcars­e. «Es posible que ir a la Luna no sea tan importante, pero es una buena manera de infundir una nueva dimensión al pensamient­o de la gente, una especie de iluminació­n», escribiría. Murió a los 82 años, debido a las complicaci­ones de una operación de corazón. La misión Apolo fue el triunfo del optimismo y la temeridad en una época marcada por el miedo a una guerra atómica que borrase a la humanidad de la faz de la Tierra. ¿Beneficios? «Solo la historia sabe cómo utilizarem­os esa informació­n en los próximos siglos. Esperemos que seamos lo bastante inteligent­es como para sacar el máximo provecho», dijo Armstrong. También dijo que, al fin y al cabo, nuestro planeta es una gran nave espacial en la que todos somos astronauta­s.

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EL TRAJE LAVABLE En la primera conversaci­ón telefónica con su madre al volver, le confesó que el traje estaba sucísimo de polvo lunar y de los imprevisto­s en los catéteres por donde orinaban durante las 30 horas que lo llevaron puesto. «No te preocupes, tráemelo que te lo lavo», le respondió su madre.
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DE PELÍCULA Ryan Gosling interpreta a Neil Armstrong en First Man, película que se estrena en España en noviembre y que ya aspira a los Oscar.

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