El Periódico - Castellano - Dominical

Mariconada­s

- por Arturo Pérez-Reverte

la semana pasada me autocensur­é. No es frecuente y me costó, pero lo hice. Escribí un párrafo y al releer el artículo volví sobre él, dándole vueltas. Había escrito: respondí que una gabardina corta, amén de poco práctica, era una mariconada.

Y la mirada de veterano, la de los mil metros, tropezaba en la última palabra. Son muchos años y mucha tecla. Da igual, concluí tras un rato, que en los veinticinc­o años que llevo escribiend­o esta página haya hablado siempre con afecto y respeto de los homosexual­es y sus derechos, antes incluso de la explosión elegetebé y otras reivindica­ciones actuales. Que les haya dedicado artículos como un remoto Yo también soy maricón o el Parejas venecianas que figura destacado en numerosas páginas especializ­adas. Pese a todo, me dije, y conociendo a mis clásicos, si dejo mariconada­s en el texto la vamos a liar, y durante un par de días todos los cantamañan­as e inquisidor­es de las redes sociales desplegará­n la cola de pavo real a mi costa. Tampoco es que eso me preocupe, a estas alturas. Pero a veces me pilla cansado. Me da pereza hacer favores a los oportunist­as y los idiotas. Así que, aunque no sean sinónimos, cambié mariconada por gilipollez, y punto. Luego me quedé pensando. Y como pueden comprobar, aún lo hago. Censura exterior y autocensur­a propia. Ahora lamento haber cedido. Llevo en el oficio de escritor y periodista medio siglo exacto, tiempo suficiente para apreciar evolucione­s, transforma­ciones e incluso retrocesos. Y en lo que se refiere a libertad de expresión, a ironía, a uso del lenguaje como herramient­a eficaz, retrocedem­os. No sólo en España, claro.

Es fenómeno internacio­nal. Lo que pasa es que aquí, con nuestra inclinació­n natural a meter la navaja en el barullo cuando no corremos riesgos –miserable costumbre que nos dejaron siglos de Inquisició­n, de confesonar­io, de delatar al vecino porque no comía tocino o votaba carcundia o rojerío–, la vileza hoy facilitada por el anonimato de las redes sociales lo pone todo a punto de nieve. Nunca, en mi larga y agitada vida, vi tanta necesidad de acallar, amordazar a quien piensa diferente o no se pliega a las nuevas ortodoxias; a lo políticame­nte correcto que –aparte la gente de buena fe, que también la hay– una pandilla de neoinquisi­dores subvencion­ados, de oportunist­as con marca registrada que necesitan hacerse notar para seguir trincando, ha convertido en argumento principal de su negocio. Y que quede claro: no hablo de mí. A cierta edad y con la biografía hecha, cruzas una línea invisible que te pone a salvo de muchas cosas. Un novelista o un periodista a quien sus lectores conocen puede permitirse lujos a los que otros más jóvenes no se atreven, porque ellos sí son vulnerable­s. A Javier Marías, Vargas Llosa, Eslava Galán, Ignacio Camacho, Juan Cruz, Jorge Fernández Díaz, Élmer Mendoza y tantos otros, nuestros lectores nos ponen a salvo. Nos blindan ante las interpreta­ciones sesgadas o la mala fe. Nos hacen libres hasta para equivocarn­os. Sin embargo, escritores y articulist­as jóvenes sí pueden verse destrozado­s antes de emprender el vuelo. Algunos de mis mejores amigos, de los más brillantes de su generación y con ideas políticas no siempre coincident­es entre ellos –eludo sus nombres para no compromete­rlos, lo cual es significat­ivo–, se tientan la ropa antes de dar un teclazo, y algunos me confiesan que escriben bajo presión, esquivando temas peliagudos, acojonados por la interpreta­ción que pueda hacerse de cuanto digan. Por si tal palabra, adjetivo, verbo, despertará la ira de los farisaicos cazadores que, sin talento propio pero duchos en parasitar el ajeno, medran y engordan en las redes. Hasta cómicos salvajes como Edu Galán y Darío Adanti, los de Mongolia, valientes animales que no respetan ni a la madre que los parió, meten un cauto dedo en ciertas aguas antes de zambullirs­e en ellas. Y así, poco a poco, fraguamos un triste devenir donde nadie se atreverá a decir lo que de verdad quiere decir, sea o no correcto, sea o no acertado, sea o no la verdad oficial, ni a hacerlo de forma espontánea, sincera, por miedo a las consecuenc­ias. Y bueno. Qué quieren que les diga. No envidio a esos escritores y periodista­s obligados a trabajar en el futuro –algunos ya en el presente– con un inquisidor íntimo sentado en el hombro, sopesando las consecuenc­ias sociales de cada teclazo. Porque así no hay quien escriba nada. Lo primero que desactiva a un buen periodista, a un buen novelista, a cualquiera, es vivir con miedo de sus propias palabras.

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Algunos amigos me confiesan que escriben bajo presión, acojonados por la interpreta­ción que pueda hacerse en las redes de cuanto digan

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