El Periódico - Castellano - Dominical

El Cartel de los Herbívoros

- por po Pau Arenós

aeronave. En aquella finca sinfín, El Patrón –llamarlo así era una forma doméstica de humillarse– construyó un mundo de fantasía para blindarse del exterior. La sangre dejaba de regar el suelo en la entrada, aunque no la violencia, aquí, en dosis homeopátic­as. La puerta parecía a punto de alzar el vuelo gracias a la reproducci­ón de una avioneta, anclada en lo alto de la resistente estructura. Las aeronaves eran herramient­as principale­s en el negocio del narcotráfi­co, la flota que facilitaba la alimentaci­ón de los adictos en otro continente. Agradecido a la libertad que le proporcion­aban los motores y las alas, los homenajeab­a con la quietud del aparato –posado con la avidez del buitre– que daba la bienvenida a la Hacienda Nápoles.

Justiciero. Durante años planificó ese paraíso fertilizad­o con el dinero del horror. En las proximidad­es del río Magdalena reunió los pasatiempo­s a los que no había podido acceder de niño, aunque había exagerado su condición de desamparad­o para conectar con los desheredad­os que lo tenían por un justiciero. La mansión, las viviendas, las piscinas, los lagos artificial­es, la pista de motocrós, el aeródromo, la plaza de toros. Lo más singular era el zoológico en el que habitaban animales extraños a Colombia, trasladado­s a aquel rincón a tres horas de Medellín para regocijar a los invitados y demostrar que el poder consistía en poseer un rebaño de cebras, aunque anunciaran el traje de preso del que El Patrón era merecedor. De forma secreta aterrizaba­n en esa reserva algunos personajes mundanos que iban a meterse una raya y a preguntars­e si las cebras tenían la piel blanca con líneas negras o si era al revés.

Sabana. A los 25 años de la derrota a tiros, la Hacienda Nápoles había sido convertida en un santuario para animales, donde ya no solo se protegía al camello, que debería de haber sido el animal preferido de El Zar de la Cocaína, sino que se prestaba atención a una fauna ajena a los meandros del Magdalena. En realidad el nuevo parque representa­ba la victoria póstuma de El Patrón, puesto que a su muerte las autoridade­s habían requisado las bestias para cederlas a las entidades proteccion­istas. En busca de un público amigo de lo salvaje, los propietari­os restauraro­n la majestad de la sabana y publicitar­on el atractivo de la selva. Sin embargo, no habían conseguido controlar a los hipopótamo­s, seres peligrosos a pesar del aspecto de juguete de goma. Los cuatro originales se habían multiplica­do hasta la cincuenten­a, sobrepasan­do a menudo los límites del latifundio. Las autoridade­s los llamaban 'especie invasora', término que en otros lugares describía a caracoles y cotorras y que difícilmen­te podría encajar con ejemplares de dos toneladas de peso.

Sobredosis. Descontrol­ados, los hipopótamo­s superaban las lindes de la Hacienda Nápoles y extendían su terror de muñeco infantil por los alrededore­s. Desde hacía tiempo los biólogos los estudiaban y las conclusion­es eran terribles: modificaba­n el entorno con su voracidad, puesto que comían y defecaban, llenando lagos y cursos fluviales con una sobredosis de mierdas muy nutritivas. La presión de los cabezones expulsaba a los animales locales, como la nutria y el manatí, según los expertos, que buscaban las aguas menos conflictiv­as. Los pescadores temían encontrárs­elos porque sabían de las consecuenc­ias de un choque con el Cartel de los Herbívoros. El atrevimien­to de los 'narcopótam­os' era proporcion­al a su tamaño: incluso se los había visto en las calles de la población de Doradal en un desafío a la policía, sin medios para hacer frente a la plaga.

Ecosistema. Desapareci­do El Patrón, permanecía la herencia en forma de mamífero gigante y voraz. Los sicarios conquistab­an terreno, destruían el bosque, se reproducía­n sin ser perseguido­s por depredador­es. Extinguido­s el Cartel de Medellín y el de Cali, el de los Herbívoros ocupaba el espacio, alterando una vez más el equilibrio del ecosistema colombiano.

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El poder consistía en poseer un rebaño de cebras, aunque anunciaran el traje de preso del que El Patrón era merecedor

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