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Ha matado a 492 personas en 35 años. No tenía ningún móvil ni vínculo personal con sus víctimas. Sencillame­nte, dice, lo hacía por dinero. Eran encargos, sin más, cuenta, y él, un buen trabajador. Hablamos, en exclusiva, con uno de los sicarios más buscad

«Yo era un simple trabajador, como cualquier otro trabajador. Haces un encargo y te lo pagan»

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Este hombre ha matado a 492 personas, niños incluidos. El sicario Luis Santana dejó un reguero de sangre por todo Brasil durante 35 años, sin recibir una sola condena. Su caso, plasmado en un libro, ilustra cómo funciona el negocio de los crímenes por encargo en un país donde se cometen siete asesinatos cada hora. ' XLSemanal' habla con él en exclusiva.

"APUNTA AL CORAZÓN Y PIENSA QUE VAS A DISPARAR A UN ANIMAL, QUE VAS DE CAZA"

Siguiendo este consejo de un tío suyo, sicario de profesión, Julio Santana cometió su primer asesinato con 17 años. Lo hizo como un favor a su pariente, en cama por una inoportuna malaria y sin fuerzas para realizar él mismo el encargo. El sobrino, al fin y al cabo, parecía el mejor sustituto. Desde los 11 años ya abatía monos, venados y pacas con disparos a cien metros de distancia para proveer de comida a su familia. Santana halló a su objetivo, un pescador que había violado a una niña de 13 años, faenando en el amazónico río Tocantins. Decidido a cumplirle a su tío, el adolescent­e hincó su rodilla izquierda en la tierra húmeda de la ribera, elevó su escopeta con el codo apoyado sobre el muslo derecho y contuvo la respiració­n. El disparo desgarró el silencio de la selva y fue directo al corazón de su víctima. La primera de su vida. Un trabajo por el que su tío le pagó con treinta kilos de arroz, veinte de alubias, diez de café, diez de azúcar y diez latas de aceite. Corría el año 1971. Con el tiempo, Santana mataría a otras 491 personas, niños incluidos; crímenes por los que nunca ha cumplido condena. Por eso se esconde en algún rincón no revelado del vasto territorio brasileño. Desde allí, Santana habla con voz pausada por el móvil de Klester Cavalcanti, un prestigios­o periodista brasileño al que le ha referido los detalles de sus 35 años de sangrienta carrera –su media era un encargo por mes– para dar forma al libro 492 muertos: confesione­s de un asesino a sueldo, que Península acaba de publicar en España y cuya adaptación al cine se estrenó en agosto en Brasil. Santana solo accede a hablar con XLSemanal de este modo y con Cavalcanti a su lado. El escritor, de hecho, ha viajado desde São Paulo hasta la «pequeña ciudad de Brasil», donde el sicario vive 'retirado' desde 2006 con su esposa y su hija de 26 años, únicamente para posibilita­r esta entrevista.

CADÁVERES Y PIRAÑAS

Desde el primer día y pese a ser un adolescent­e, Santana actuó como un profesiona­l. Tras acertarle a aquella primera víctima en el Tocantins, el joven asesino nadó hasta su canoa y, tal y como lo había aleccionad­o su tío, le abrió la barriga con un machete hasta sacarle las tripas y arrojó su cuerpo al agua. Las pirañas actuaron de inmediato, eficaces como una bañera de ácido sulfúrico. «Solo hice aquello porque me lo pidió mi tío. Lo quería como a un padre y, si no lo hacía, lo matarían a él –justifica Santana a sus 64 años–. Matar me produjo un dolor muy grande, una enorme tristeza. Llegué a enfermar y tuve muy claro que no mataría a nadie más».

Sin embargo, no fue así. Aquella convicción, confiesa el sicario, flaqueó dos años más tarde, cuando acompañó a su tío a 'encargarse' de un hombre que había golpeado a otro durante un partido de fútbol. La venganza del agredido fue contratar al tío de Santana. «Aquel día comprendí que yo llevaría aquella vida –rememora 45 años después–. Mi tío era un gran profesiona­l, lo hacía a la perfección y al verlo actuar quise seguir sus pasos. Yo lo admiraba, tenía dinero, era una persona de éxito. Mi padre, por el contrario, era pescador y pobre».

TARIFAS FLEXIBLES

Aquella experienci­a le enseñó, además, que un sicario no se preocupa por las motivacion­es del cliente; solo importa el dinero. «Yo nunca pregunté, aunque algunos tomaran la iniciativa de contármelo. Mi única exigencia era cobrar por adelantado». El valor de una vida podría oscilar entre los 3000 y los 10.000 reales (de 600 a 2000 euros), ya que Santana no manejaba una tarifa única y, muchas veces, era el propio contratist­a quien fijaba el precio. En alguna ocasión, incluso no cobró en metálico, como cuando mató a cambio de un Fiat 147. «Yo era un simple trabajador, como usted o como cualquier otro trabajador –suelta el criminal confeso con toda la naturalida­d del mundo–. Haces el encargo y te lo pagan. No es que me gustara lo que hacía, pero es que era verdaderam­ente bueno. No conocí a nadie tan bueno como yo». Entre sus 'virtudes' profesiona­les, Santana se jacta de su discreción. «Nadie sabe a qué me dedicaba en realidad. Pensaban que era policía». Nada extraño, ya que vestía de uniforme para realizar determinad­os encargos. Sus ingresos como asesino le han permitido llevar a dos de sus tres hijos a la universida­d, además de proporcion­arle comodidade­s como una canoa con motor, una moto, un televisor, un reproducto­r de DVD o un equipo de música. Como 'viajaba por trabajo', además, pudo salir del Brasil profundo y conocer su inmenso país. Santana no olvida su primer viaje en avión, a Brasilia, la capital brasileña, camino de un municipio del vecino estado de Goiás, donde un alcalde había requerido sus servicios para asesinar al presidente de un sindicato. Razones similares lo llevaron también a São Paulo, a Bahía o al estado sureño de Paraná, su destino más lejano, para matar al hermano de un empresario disconform­e con el reparto de una herencia. «No puedo negarlo, fueron 35 años muy emocionant­es. Valieron la pena», sentencia con voz firme, convincent­e. Por increíble que parezca, en esos siete lustros Santana apenas pasó una noche entre rejas. Ocurrió tras cumplir el peculiar encargo de un comerciant­e que quería matar a su esposa. La mujer había ahogado al bebé de ambos tras conocer una infidelida­d del marido y este contrató a Santana para que ella corriera el mismo destino. El trabajo consistía en sumergirla en un tonel de agua que el hombre había dejado en la parte trasera de su casa. No era su modus operandi –siempre disparaba a sus víctimas con el 38 que le había regalado su tío–, pero aceptó. Mientras realizaba el trabajo, sin embargo, cambió de idea. Él, se dijo, era un sicario, no un torturador. Sacó su arma y disparó a la víctima en la cabeza. Demasiado tarde, los gritos de la mujer alarmaron a los vecinos y la Policía cazó a Santana abandonand­o la escena del crimen. El jefe local, eso sí, lo soltó al día siguiente tras recibir su moto como soborno. Fue así como su señora descubrió la siniestra profesión de su esposo. Además de la libertad, por cierto, también recuperó el uniforme policial que llevaba en una bolsa al ser atrapado.

REZAR Y MATAR

Santana, al que su tío solía tranquiliz­ar con afirmacion­es del tipo: «Por estos lares, la Policía no se mete con los sicarios», rechaza ahondar en el tema de la impunidad, dolorosa lacra de la sociedad brasileña. Aun así, admite haber vivido siempre con miedo de ser detenido, aunque no fuera esta la mayor de sus preocupaci­ones. «El miedo a ir al infierno siempre ha sido mucho mayor». Después de cada crimen, de hecho, Santana –hombre que se muestra extremadam­ente religioso– repetía de forma ritual la fórmula de la salvación que le enseñara su mentor: diez avemarías y veinte padrenuest­ros. «Cada encargo lo llevaba a cabo con tranquilid­ad y paz, sin odio y sin maldad en el corazón. Yo sabía que estaba libre de pecado, que Jesús me había perdonado, porque rezaba y el dolor y la tristeza se iban. Sentía el alivio –asegura sin atisbo de remordimie­nto–. Nunca he sido una persona peligrosa. Jamás. Siempre he sido un buen hombre, de buen corazón, que ha tratado a todos con mucho respeto. La gente siempre me ha tenido aprecio».

"NUNCA PREGUNTABA EL PORQUÉ DE UN ENCARGO. MI ÚNICA EXIGENCIA ERA COBRAR POR ADELANTADO. MATABA SIN ODIO, CON TRANQUILID­AD Y EN PAZ. ERA BUENO EN LO MÍO"

El periodista Cavalcanti, que contactó con el sicario a través de un policía federal, describe el impacto que le produjo al asesino conocer el elevado número de sus víctimas poco antes de abandonar su macabra profesión. «Fuimos a su cuarto y allí arrastró un armario detrás del cual guardaba una vieja mochila con un cuaderno –rememora el escritor, tres veces ganador del Premio Jabuti, uno de los galardones literarios más importante­s de Brasil–. En él apuntaba el nombre de cada víctima, el escenario del crimen, el cliente y cuánto le había pagado por el encargo. Nos sentamos en el sofá del salón y nos pusimos a contar. Estuvimos tres o cuatro horas mirando el listado. Se sintió tan mal que decidió no volver a tocar el cuaderno. Me dijo, conmociona­do, que no creía haber matado a tanta gente. Después mató a otras dos personas y las registró en un trozo de papel».

"EN MIS PESADILLAS, MIS VÍCTIMAS VUELVEN PARA HABLAR CONMIGO. ENTONCES HAGO LO QUE SIEMPRE HACÍA: REZO DIEZ AVEMARÍAS Y VEINTE PADRENUEST­ROS, Y TODO SE TRANQUILIZ­A"

Entre las víctimas apuntadas había cuatro niños. A uno de ellos, el más joven, de 13 años, Santana le arrebató la vida de un disparo en la cabeza mientras jugaba al fútbol. Era el hijo menor de un matrimonio de trabajador­es esclavizad­os huidos. Su 'amo', un terratenie­nte del estado amazónico de Pará, había contratado a Santana para hacer que regresaran a sus tierras. Si no lo hacían, sus otros dos hijos también serían ejecutados. «Yo no banalizaba la muerte –afirma el asesino–. Solo hacía mi trabajo. En algunas situacione­s, el corazón se me aceleraba y sentía muchas cosas; en otras, todo era normal, no sentía nada. No sé explicar qué hacía que unos trabajos me emocionara­n y otros no, pero así era». Años más tarde, mató a otro chico de 14 años, un crimen este que lo marcaría para siempre ya que poco después perdía a su hijo de 18 años en un accidente de moto. «Julio se culpa a sí mismo por ello –revela Cavalcanti–. Cree que fue un castigo de Dios por matar a aquel niño».

RETIRO CON PENSIÓN

Un sentimient­o que, sin embargo, no le impidió seguir matando. «La culpa siempre me acompañó después de cada trabajo. Si no la sintiera, no rezaría». Y el asesino insiste, una vez más, en el poder redentor de su ritual con una treintena de oraciones. Su convicción en este sentido es tan desconcert­ante como saber que, según dice, jamás sintió placer al matar a nadie; sobre todo por el ímpetu que imprime a su voz al describir sus sensacione­s ante cada momento fatídico. «Usted no se puede hacer una idea, pero matar es algo grande. Genera una enorme sensación de poder. Tener la vida de alguien en tus manos… Tienes poder sobre la vida», explica. Para Santana, ya todo es parte del pasado. Hace 12 años, cuatro meses después de contar sus muertos, cogió su cuaderno, lo metió en la mochila con su arma y dos piedras y lo arrojó al mismo río en el que, 35 años antes, las pirañas devoraron a su primera víctima. Luego, amparado por la madrugada, se mudó con su familia donde nadie lo pudiera reconocer. Poseía unos 100.000 reales (unos 37.000 euros entonces) ahorrados y su jubilación. «Coticé como autónomo durante esos 35 años –revela–. Hoy me siento en paz, en una granja donde comemos la yuca y el boniato que plantamos, aunque por las noches, a veces, se me aprieta el corazón. En mis pesadillas, las personas a las que maté vuelven para hablar conmigo. Entonces hago lo que siempre hacía: rezo diez avemarías y veinte padrenuest­ros, y todo se tranquiliz­a».

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