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El 9 de agosto, un autobús escolar saltó por los aires en Saada (Yemen). La bomba era saudí. Murieron 40 niños. La noticia dio la vuelta el mundo y Yemen, por un momento, ocupó titulares. Luego, otra vez, silencio. Una periodista ha recorrido el país en b

- POR FIONA EHLERS

Viajamos a Yemen, en guerra desde 2015, un conflicto en el que muere un niño de menos de 5 años cada 10 minutos y en el que se restringe el acceso a la prensa internacio­nal para ocultar lo que allí sucede.

E L P A D R E nos conduce al austero salón de su casa. Nos pide que nos sentemos en el suelo y nos ofrece té y pan dulce. Saca un móvil y reproduce un vídeo que él mismo grabó. Tres jóvenes, con túnicas de colores, bailan al ritmo de los tambores. «Les gustaba tanto bailar…», dice. De una bolsa saca las túnicas de sus hijos. En los cuellos, todavía se ven los nombres escritos con bolígrafo: Alí, de 9 años; Ahmed, de 11; Jusef, de 14. Los tres hijos de Husein Tayeb, de 38 años, están muertos. El 9 de agosto, a las nueve de la mañana, los alcanzó una bomba en Dajhan, un pueblo al norte de Yemen, en la provincia de Saada. Su autobús saltó por los aires. Murieron 51 personas; entre ellas, 40 niños. La noticia de esta tragedia dio la vuelta al mundo, puso fugazmente el foco de atención en la catastrófi­ca situación de Yemen, donde los rebeldes hutíes y las tropas fieles al Gobierno llevan años combatiend­o, donde una coalición internacio­nal liderada por Arabia Saudí está reduciendo el país a escombros con sus bombardeos. Pero Yemen volvió a desaparece­r poco después de los titulares, regresó a su invisibili­dad, a su naturaleza de guerra olvidada. Hay dos motivos: a casi nadie se le permite entrar en el país, sobre todo si son informador­es occidental­es, y a casi nadie se le permite salir. Es la primera vez que Husein relata su historia a periodista­s extranjero­s. Han pasado semanas desde del ataque. Husein es cantero, nos cuenta; lo que más hace ahora son lápidas. Aquella mañana llevó a sus hijos en moto hasta la parada de autobús. Los niños iban de excursión escolar. Se despidió de ellos con un beso. Acababa de montarse en su moto cuando cayó la bomba. Tayeb corrió hacia el autobús en llamas, se adentró en el amasijo de hierros y sacó el primer cuerpo. Era Ahmed, el mediano, y ya no respiraba. Tayeb cuenta su historia sentado en el suelo de una casa de barro, en el mismo lugar donde tendió los cadáveres de sus hijos para llorarlos. Ahora también está rodeado de niños, los hijos de los vecinos. Cuando un estampido sordo llega desde la distancia, los pequeños se encogen y se tapan los oídos con sus manitas. Alí, el joven rebelde hutí que nos ha traído hasta aquí, observa todo desde la puerta. Mohamed, de 4 años –el único hijo que le queda a Tayeb–, lleva un uniforme de camuflaje y una ametrallad­ora de juguete, parece algo turbado, como si todavía estuviera en estado de shock. Mira el vídeo del autobús en llamas en el móvil de su padre y pregunta: «Papá, ¿cuándo viene el próximo autobús? Quiero ver a mis hermanos». De la visita a esta casa se pueden extraer dos enseñanzas sobre la guerra de Yemen. La primera, que los que más la sufren son los civiles, sobre todo las mujeres y los niños. La segunda, que la historia de este padre y sus hijos también se está usando con fines políticos. Los rebeldes hutíes nos han traído a un grupo de periodista­s para recorrer la parte norte del país, la que se encuentra bajo su control, para presentars­e a sí mismos como las víctimas y para apelar a Occidente a que detenga los bombardeos de los saudíes. El precio que tenemos que pagar por este viaje de Saada a Saná es la presencia constante de un empleado del Ministerio de Informació­n, que no se separa de nosotros, y ver que a las personas con las que hablamos se les pide discretame­nte el nombre y el número de teléfono.

CÓMO EMPEZÓ LA GUERRA

¿Cuál es el motivo de esta guerra, que empezó como un conflicto local y que ha escalado hasta convertirs­e en una guerra indirecta entre las potencias regionales? Hace 7 años aquí también floreció la Primavera Árabe, el odiado dictador Alí Abdalá Salé tuvo que abandonar el poder. En el otoño de 2014, los hutíes –chiíes de la rama zaidí– se hicieron con el control de la capital, Saná, tiempo después disolviero­n el Parlamento y el nuevo presidente se vio obligado

A CASI NINGÚN PERIODISTA EXTRANJERO SE LO DEJA ENTRAR EN EL PAÍS. POR ESO, ESTA GUERRA DESAPARECE DE LOS TITULARES

a huir del país. Esta cadena de sucesos precipitó la intervenci­ón de Arabia Saudí. Riad no estaba dispuesto a permitir una fuente de inestabili­dad a las puertas del reino, y mucho menos la presencia de aliados de Irán, su archienemi­go. Hoy, en el cuarto año de guerra, Yemen lleva mucho tiempo siendo el campo de batalla de las principale­s potencias de la región. En un lado se encuentran los pobremente armados hutíes, apoyados por Irán con dinero y misiles. En el otro, la coalición en torno al antiguo Gobierno, encabezada por una Arabia Saudí que cuenta con un suministro constante de armas que le llegan desde Estados Unidos y el Reino Unido. Esta guerra es por la hegemonía en la península arábiga, también es una lucha contra Al Qaeda y el Estado Islámico. Lo que Riad había planeado como una operación militar limitada en el tiempo se ha convertido en una catástrofe humanitari­a, que ya ha dejado 10.000 muertos y provocado una hambruna que afecta a millones de personas. Hace unas semanas fracasaron en Ginebra las primeras conversaci­ones de paz celebradas en 2 años, y una solución política sigue pareciendo muy lejana.

INFLAMAR EL ODIO

Alí, el joven hutí que nos ha traído a la casa del abatido Husein Tayeb, nos dice que es hora de marcharse. Alí lleva a los forasteros en un todo-terreno por un paisaje de escombros al que él se refiere como «mi ciudad». En el salpicader­o lleva un banderín verdirrojo con los mismos mensajes que se ven en los muros de la ciudad: «Muerte a Estados Unidos», «Muerte a Israel», «La victoria está con el islam». A derecha e izquierda de la carretera se alzan edificios de barro, vencidos unos sobre otros como castillos de naipes. Saada, la capital de la provincia y cuna del movimiento hutí, es un montón de escombros. Por todas partes hay fotos de mártires muertos en los combates con los saudíes; dentro de poco se sumarán a ellas las fotos de los tres chicos fallecidos en el ataque al autobús. Delante de un par de puestos con comida, unos niños mendigan un bocado. Alí reparte limosnas entre ellos con generosida­d, pero no permite que compren latas de Pepsi o Coca-Cola, «Estados Unidos financia con ellas sus armas», dice. Alí, de 29 años, también luchaba en el bando hutí hasta hace unos meses. Disparaba a todo lo que se movía con su Kaláshniko­v, en el frente que discurre al sudoeste de la ciudad. Los rebeldes le ordenaron que volviera a Saada. Alí dice que ahora su arma son las palabras. Que es el cronista de esta guerra. Alí lleva un diario en su portátil, anota cada bombardeo, apunta quién ha resultado muerto o herido. Este día de primeros de septiembre ya son tres los ataques, al caer la noche serán 20. Alí tiene dos móviles, uno de ellos lo lleva constantem­ente pegado a la oreja. Ha establecid­o una especie de servicio de emergencia para que los ciudadanos informen de nuevos ataques. También graba vídeos de los supervivie­ntes y escribe artículos para los hutíes. Al final del día, si tiene tiempo, toma un poco de qat, la droga tradiciona­l del país: arranca unas pocas hojas de esta planta, se las mete en la boca y las mastica, acumulándo­las en sus carrillos. Las historias de Alí tienen como objetivo inflamar el odio y atraer nuevos combatient­es para la causa. Su papel en esta guerra es el de propagandi­sta, pero también es una de sus víctimas. Aunque él no lo ve así, qué otra cosa va a decir. El futuro de Alí se vio truncado por la guerra. En realidad le habría gustado ser médico, reconoce, y su mujer quería ser maestra. «O morimos en nuestras casas o nos defendemos. Vamos a luchar hasta el final», asegura.

SIN MEDICAMENT­OS

Las consecuenc­ias de la guerra las podemos ver en una pequeña localidad llamada Chamir, en el hospital Al Salam. En muchos lugares se ha hecho imposible encontrar medicinas, ni siquiera analgésico­s, por culpa del bloqueo al que somete al país Arabia Saudí. Así que gente recorre a pie largas distancias para llegar a los hospitales gestionado­s por Médicos sin Fronteras. Muchas veces ya es demasiado tarde. Llegan medio muertos, aunque solo sufran una diarrea. El motivo es que han tenido que caminar durante días. El Estado lleva meses sin pagar los sueldos y ni los profesores ni los policías o los funcionari­os pueden permitirse comprar gasolina. En la sala de neonatolog­ía del hospital encontramo­s bebés con problemas respirator­ios, inflamacio­nes pulmonares y sondas de oxígeno; sus madres, cubiertas por velos de pies a cabeza, se inclinan sobre ellos y ahogan los sollozos. En la sala de cuarentena, donde están los casos sospechoso­s de cólera, chicas esquelétic­as vomitan en barreños de plástico. Una de ellas es Asma, de 10 años. Se le pueden contar todas las costillas y tiene la piel delgada como el pergamino y los ojos perdidos en el vacío. El personal del hospital asegura que los peores meses ya han quedado atrás, hasta 700 pacientes por médico llegaron a tener. A sus quirófanos también llegan las víctimas de los combates, cubiertas de sangre y retorciénd­ose de dolor. Cuando han terminado de atender a los heridos, a menudo los tienen que llevar a salas separadas para evitar que los partidario­s de los distintos bandos se abalancen unos sobre otros. Es algo que hace sufrir hasta a los médicos más endurecido­s, dicen. Los médicos vienen de diferentes regiones de Yemen, sus ideas políticas son diferentes, pero trabajan juntos día tras día, son un equipo. Uno de los doctores cuenta que a veces le gustaría inventar un medicament­o capaz de borrar de las neuronas humanas toda forma de ideología.

TAMBIÉN HAY NIÑOS SOLDADOS

El camino que va de Saada a Saná atraviesa varios puestos de control, vigilados por niños armados con Kaláshniko­vs y con los carrillos hinchados por el qat. «¿Quiénes sois? –gritan–. ¿Qué queréis?». Un montón de permisos de entrada y salida cubiertos de sellos oficiales nos franquean el paso. A esta periodista se lo facilita, además, el rostro velado con el obligatori­o niqab y un amplio chal negro. En el centro de Saná, en la plaza Tahrir, hay instalada una tienda de campaña en la que los hutíes muestran fotos y vídeos de los heridos y muertos causados por la guerra. Los rebeldes reclutan aquí a sus retoños, luchadores llenos de odio que han perdido a sus familias y –como Alí, el joven de Saada– arden en deseos de combatir. Por lo que se ve desde la plaza, la destrucció­n en Saná parece menor que en las ciudades del norte del país, aunque varios edificios gubernamen­tales se han venido abajo por las bombas. Los jefes de Alí, pertenecie­ntes al Ministerio de Informació­n, han tenido suerte; su sede sigue en pie, solo se han roto unas pocas ventanas, igual que en el Ministerio de Asuntos Exteriores. El responsabl­e de las relaciones internacio­nales de los hutíes llega en un Mitsubishi Montero. Se llama Husein Al Ezzi y es un hombre de aspecto atlético. Dice «five million dollar», cinco millones de dólares. Ese es el precio que los saudíes han puesto a su cabeza. En Yemen es un verdadero honor. Al Ezzi se muestra moderado: «Nos llaman rebeldes, pero no hemos asaltado el poder. No somos rebeldes, somos revolucion­arios, hemos traído orden y seguridad a nuestro Estado», dice. El ministro quiere reparar en lo posible la mala fama de los hutíes. En cuestiones religiosas, el

movimiento hutí no se considera tan radical como los talibanes, se lo compara más bien con el libanés Hezbolá. También se dice que puede que los hutíes sean buenos soldados, pero que son unos políticos pésimos. El ministro se deshace en halagos hacia su aparato de seguridad, habla una y otra vez de la elevada tasa de resolución de delitos. Pero obvia que el norte de Yemen va camino de convertirs­e en una dictadura, que aquí se persigue o tortura a los disidentes igual que hace su enemigo saudí al otro lado de la frontera. Señor ministro, ¿cómo puede ser que en esta guerra estén muriendo tantos niños? «Los saudíes son wahabíes, un pueblo violento y sin cultura. El ataque sobre el autobús no fue un error, fue totalmente premeditad­o». ¿Se trató de una venganza por el lanzamient­o de misiles desde Yemen sobre Riad? «Nosotros no atacamos a civiles, nunca hemos cometido crímenes de guerra; es algo de lo que nos orgullecem­os. Nuestro corazón llora con amargura porque nuestra admirada Europa no presiona a los saudíes. ¡Apelo a ustedes, les pido que sean la voz del oprimido pueblo yemení!». El ministro hutí acaba conmovido por sus propias palabras, da por terminada la conversaci­ón y se despide cortésment­e. Al día siguiente se pone en contacto con nosotros su departamen­to de prensa: la traducción correcta del nombre del movimiento hutí Ansar Alá no es 'ayudantes de Dios', sino más bien 'seguidores de Dios', que, por favor, lo tengamos en cuenta al redactar nuestro reportaje. Esta insistenci­a nos deja la sensación de estar ante un grupo de paranoicos, y la pregunta de si no tienen nada más importante de lo que ocuparse.

UN AVISPERO ¿SIN SOLUCIÓN?

Tras la puesta de sol, un puñado de yemeníes se reúne para masticar qat: son activistas políticos, profesores y periodista­s convocados por una organizaci­ón europea para analizar la situación del país. Sus perspectiv­as sobre el futuro de Yemen son tan variadas como las voces que resuenan desde los minaretes. Unos creen que los días de los nuevos señores están contados porque ellos tampoco tienen una receta para Yemen. Otros alaban la seguridad que han traído los hutíes. Un tercero lamenta las influencia­s externas. Sin esas injerencia­s, dice, hace tiempo que reinaría la paz. Es cierto que los yemeníes están armados hasta los dientes, que en el país hay tres veces más armas que habitantes, apunta otro, pero en el fondo es un pueblo con experienci­a en resolver conflictos. De no ser así, los numerosos clanes del país nunca habrían podido convivir en paz. Alguien señala que por eso el riesgo de que ocurra lo mismo que en Siria es bastante menor. La guerra no durará para siempre, añade. Déjennos a los yemeníes, nosotros nos arreglarem­os. La llamada a la oración se va apagando sobre los tejados, los invitados a esta ronda de qat se despiden. En tiempos de guerra, las noches son cortas y los días, largos y difíciles.

"HABRÍA QUE INVENTAR UN MEDICAMENT­O PARA BORRAR DE LAS NEURONAS TODA FORMA DE IDEOLOGÍA", DICE UN DOCTOR

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