El Periódico - Castellano - Dominical

Todo perfecto

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sé que a cada generación le toca su cruz y que soy tremendame­nte afortunada de que no me haya tocado ser albina en Nigeria ahora mismo, judía en Múnich en 1939 o negra en Atlanta en 1958. O negra en general en la América de hoy en día. Sí, soy consciente de que hay miles de cosas horrorosas en el mundo de las que he escapado por pura chiripa del azar, de lo cual no cesaré nunca de dar vivas al universo. Pero lo que ocurre en Catalunya es un fenómeno que no sé si tiene parangón en ningún lugar del mundo. Un fenómeno único en Europa; qué digo: un fenómeno único en el globo terráqueo, en el planeta, en el universo. Sé que ustedes estarán pensando, tate, ya está esta individua con sus aburridas ideas equidistan­tes, botifleras, unionistas, españolist­as. Ya está sentando cátedra sobre nuestro ínclito 'Presidento­rra' (según la definición del gran Albert Soler) y su extraordin­aria capacidad de azuzar y apalear al mismo colectivo simultánea­mente, como si se tratara de Keanu Reeves en O sobre los CDR y sus fascinante­s conatos artísticos inspirados en los ancestrale­s ritos hindús que tanto han triunfado en los spots de Kodak. O sobre el incansable victimismo que, pase lo que pase, vayan las cosas bien, mal, regular o de puta madre, es el mindset (ya saben que si yo no suelto un palabro inglés no estoy tranquila) eterno del colectivo 'indepe'. Tampoco me refiero a esa alucinante muestra artística que ocupa en este momento un centro de arte público donde 50 heroicos artistas –que, espero, obtengan todas las creus de Sant Jordi habidas y por haber y hasta alguna botella de ratafia autografia­da por el mismísimo 'Presidento­rra'– han tuneado 55 hermosas urnas chinas que sobraron del referéndum ( vintage, vaya), cedidas por el no menos heroico Comité de Salvación (¿o es 'Redención' o 'Compasión'?) nacional de la Catalunya Nord. No, mi asombro no está motivado por las toneladas de plástico amarillo que inundan los edificios públicos y que todos los sufridos catalanes, querámoslo o no, pagamos con nuestros impuestos, ni por la cantidad de colectivos que dedican sus fines de semana a atar minuciosam­ente cualquier poste, valla, barrera, árbol, cruz o lo que se les ponga por delante con los susodichos lazos. Ni por la virulencia, el odio, la mala hostia y el asco con que esos mismos colectivos, inundados de sonrisas y bonhomía e inspirados por Martin Luther King, Nelson Mandela, la Madre Teresa de Calcuta y, en momentos de debilidad, me imagino, Freddy Kruger, se dedican a insultar implacable­mente, en la calle, en la prensa, en las redes y donde se tercie, a todos los incautos que, como yo, nos atrevemos a decir, con toda la educación de la que somos capaces (aunque algunos ya estamos agotando las reservas de ella), que ya estamos hasta el moño de su idea del mundo. Yo de lo que quería hablar era de algo mucho más importante y desesperan­te. Me refiero a la pesadilla de los mosquitos tigre. Catalunya no sólo es el lugar de Europa donde más ha proliferad­o este cargante y peligroso insecto, sino que es la única zona de España donde los científico­s han descubiert­o que los bichos utilizan sistemátic­amente el automóvil y hasta los autocares y trenes para extender su abyecta invasión. Por lo demás, todo perfecto.

Lo que ocurre en Catalunya es un fenómeno único en Europa; qué digo: único en el globo terráqueo, en el planeta, en el universo

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