El Periódico - Castellano

Montjuïc, montaña maldita

Es preciso un plan integral que dé sentido a cada uno de los equipamien­tos de un gran espacio verde

- ANDREU Claret Periodista y escritor.

Hace unos días, durante un debate sobre museos, personas que frecuentan el MNAC y la Fundació Miró se quejaron del desafío que supone llegar hasta Montjuïc en cuanto los días se acortan y la noche se adueña de la montaña. No voy a reproducir las anécdotas que relataron, para no contribuir a que monsieur Valls gane las elecciones municipale­s, exhibiendo su condición de sheriff de la ciudad, pero lo cierto es que Montjuïc sigue siendo para muchos una montaña maldita.

Siempre lo ha sido. Para ser exactos, únicamente dejó de serlo durante el lejano paréntesis del 1992 y el aún más remoto del 1929. Si salvamos estos dos momentos mágicos, el de los Juegos Olímpicos y el de la Exposición Universal, la montaña nunca ha conseguido ser un espacio de ciudadanía, por decirlo en los términos de la última propuesta de usos y equipamien­tos formulada desde el consistori­o barcelonés.

¿De dónde le viene a Montjuïc esta maldición? ¿De una historia desdichada o de errores en la concepción y la gestión municipal de la montaña? Yo diría que de ambas cosas. Aunque lo decisivo debe ser la capacidad, o la incapacida­d, de todos los gobiernos municipale­s para hacer de este espacio tan singular algo más que una suma inconexa de equipamien­tos. Aquel pulmón que muchas grandes ciudades miman como un tesoro. No lo es.

La maldición viene de lejos, desde su condición de cantera que sirvió para ensanchar Barcelona y desde la decisión de rellenar los huecos que dejaba la piedra con los vertidos de la ciudad. Además de los malos olores del vertedero, los barcelones­es también encontraro­n motivos políticos para maldecir Montjuïc, desde que Espartero ordenó bombardear Barcelona desde lo alto de la montaña. La recuperaci­ón empezó en el 29, cuando la Exposición cambió el skyline de la montaña, la unió a la plaza de Espanya y pareció abrir una nueva etapa. Como todo el mundo sabe, fue un pa,réntesis truncado por la guerra y marcado a sangre y fuego por el fusilamien­to de Companys en los fosos del castillo.

DEL 29 AL 92,

Montjuïc siguió acumulando estereotip­os negativos, a pesar de iniciativa­s osadas como la de ubicar allí la Fundació Miró. El más injusto de estos clichés fue el que la asoció con el barraquism­o. Tuve el privilegio de conocer aquella ciudad de las chabolas y de tratar con los otros catalanes que la habitaban y sin los cuales ni Barcelona ni Catalunya sería hoy lo que es. Habiendo conocido aquel Montjuïc de Candel, puedo apreciar mejor los cambios que vinieron después. La reconstruc­ción del Estadi, la construcci­ón del Palau Sant Jordi, la restauraci­ón del MNAC, la rehabilita­ción del Poble Espanyol, la devolución del Castell a la ciudad y la ubicación de decenas de equipamien­tos culturales, deportivos y educativos que se sumaron al auge de la Fira, el adecentami­ento de los jardines y la apertura de CaixaForum. Fueron años de inversione­s fabulosas y de iniciativa­s que atrajeron millones de visitantes. Entonces, ¿de qué me quejo?

De que Montjuïc no exista como tal. No me quejo solo de la insegurida­d, ni de la falta de luz, ni de que las escaleras mecánicas no siempre funcionen, ni de que sea una pesadilla encontrar aparcamien­to, ni de que el acceso no cuente con transporte­s adecuados, ni siquiera de que, en zonas remotas, uno se tropiece con jeringuill­as. Me quejo de que no exista un plan integral que dé sentido a cada uno de los equipamien­tos. De que los tres niveles que componen la montaña actual, el cultural, el deportivo y el natural, no estén integrados, no formen un todo: el Parc de Montjuïc.

Me quejo de que sus 16 millones de visitantes sean turistas, runners, asistentes a conciertos y aficionado­s a las exposicion­es o al teatro, pero que no sean, además, simples ciudadanos que van allí a pasar el día en un gran espacio público y verde como el que tienen muchas ciudades de todo el mundo. No soy experto y no sé cómo se consigue esto. Pero juraría que el problema es que la gestión de la montaña ha sido prisionera de avaricias políticas.

POR QUÉ NADIE

ha tenido el valor de dotarla de una institució­n autónoma que piense y gestione el conjunto de las actuacione­s, implicando a todos los actores, públicos y privados, bajo la batuta del ayuntamien­to. Una institució­n con poder, capaz de sobreponer­se a las visiones y a los intereses parciales. Montjuïc es demasiado importante para dejarla en unas pocas manos. Y los recursos que requiere para que sea un motivo de orgullo para los barcelones­es son de tal magnitud que bien merece sumar esfuerzos. Un tema interesant­e para la campaña electoral del próximo mes de mayo.

Spock tiene ataques de epilepsia cada vez más frecuentes. Mingus tiene incontinen­cia y deja su reguero por toda la casa. Ginger maúlla a horas intempesti­vas, su reloj interno se ha desacompas­ado. A Thor cada vez le cuesta más esfuerzo salir a la calle, sus articulaci­ones le piden estar tumbado y ssu pelo está lleno de calvas. Sherlock tiene asma y hay que ponerle un inhalador, como si someter a un gato a esa costumbre fuera sencillo. Son nuestros animales mayores. Asistir a su vejez es algo que no calculábam­os cuando llegaron a casa cachorrito­s.

Pienso en ellos cuando leo la noticia del proyecto de ley sobre la muerte digna. Quisiera saber si existen normas similares para tomar decisiones sobre nuestros animales domésticos. Serían necesarias, pues cada vez hay más tratamient­os médicos disponible­s para perros y gatos ancianos. Los veterinari­os

Estamos solos y las mascotas nos dan el afecto que no recibimos de las personas

expenden recetas para paliar sus síndromes y enfermedad­es crónicas. Desde quimiotera­pia a cirugía, pasando por la homeopatía veterinari­a, son muchas las posibilida­des. No lo cubre ninguna Seguridad Social, los costes se pueden disparar y el dueño se siente muy mal si no hace sacrificio­s para pagarlos. Tal vez calle el dilema moral que se le plantea: ¿es adecuado gastar tanto dinero en alargar la vida de un animal cuando hay tantas personas en nuestra sociedad que no pueden permitirse, por ejemplo, un tratamient­o dental? ¿Y hasta cuándo es razonable alargar?

Es un tema tabú difícil de hablar en público. Segurament­e en el campo estos dilemas no surjan. Los animales y las personas tienen claros sus lugares. Una vaca es valiosa para la familia y se gasta lo que haga falta para que sane, la interdepen­dencia es mutua. Pero en las ciudades todo se distorsion­a. Estamos solos y los animales nos dan el afecto que no recibimos de las personas. Los queremos, nos comprometi­mos con ellos al traerlos a casa, nos duele pensar en el día que falten. Pero, ¿cómo encontrar el equilibrio entre lo que estamos dispuestos a invertir en ellos y lo que negamos a nuestros convecinos necesitado­s?

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