Una amabilidad inusual con un hijo especial
Este verano, vinieron a visitarme unos amigos de Alcora (Valencia) con su hijo, que tiene síndrome de Down. Decidimos subir al Pirineo y nos detuvimos en Sort porque mi amigo quería comprar lotería. Mientras él y su hijo hacían cola en la ventanilla, su mujer y un servidor esperábamos en la calle. Cuando ya estaban a punto de hacer la compra, observé como la vendedora de billetes abría la puerta y hacía pasar hacia dentro a Ernest, el hijo. Lo había invitado el señor Xavier Gabriel, propietario de la administración, que estaba sentado en una mesa en la trastienda de la oficina. Se sentó con él y hablaron un rato, con una amabilidad e interés tan cariñoso que se podía percibir la atención inusitada que le prestaba el chico. Al terminar, el propietario lo acompañó junto a su padre, que tenía una expresión de sorpresa y alegría al mismo tiempo.
Después, mi amigo me dijo: «No estamos acostumbrados a que traten así de bien a nuestro hijo». Esto me dolió y sorprendió amargamente, pues yo creía que este tipo de atenciones y amabilidades hacia un hijo con esta singularidad era de lo más habitual. Tengo la impresión de que la falta de empatía y generosidad desinteresada que padecemos como sociedad es un signo de los tiempos que corren y un mal presagio para el mañana de todos. Nos hemos olvidado de mirar a los ojos cuando hablamos, de saludarnos, de dar las gracias, de escuchar, de desear a los demás que tengan un buen día, de abrazarnos y de echar una mano altruista a los necesitados. Si alguien comete un error, en lugar de ayudarle se lo reprochamos. No hacemos autocrítica y si erramos no rectificamos e insistimos en tener razón, a pesar de ser conscientes del error cometido y del mal causado. Sin embargo, no todo el mundo actúa así. Por eso escribo esta carta, con la esperanza de que algún día esta anécdota vivida se convierta en categoría.