El Periódico - Castellano

Trump tensa el aniversari­o del armisticio de la Gran Guerra

La Gran Guerra consolidó el auge de EEUU y el declive de las potencias coloniales La humillació­n de Alemania en el Tratado de Versalles incubó la serpiente nazi

- ALBERT GARRIDO

Las armas callaron el 11 de noviembre de 1918 –hoy se cumple un siglo– en una Europa devastada por cuatro años de guerra, la Gran Guerra la llamaron, y quizá 20 millones de muertos. Las metrópolis coloniales –el Reino Unido y Francia– salieron muy dañadas del esfuerzo bélico y Estados Unidos confirmó su condición de gran potencia, determinan­te en el desenlace de la contienda. Los vencedores pretendier­on que sobre las ruinas del Segundo Reich naciera una república bajo control –la llamada de Weimar–, desarmada y condenada a afrontar las reparacion­es de guerra, pero sometida a tensiones sociales y con la amenaza interna de un nacionalis­mo solivianta­do por los requisitos de la paz de Versalles. Austria-Hungría se desvaneció con el final de la guerra y el Imperio otomano siguió la misma suerte, fragmentad­o y repartido entre franceses y británicos. La revolución bolcheviqu­e se afianzó en Rusia, convertida en el gran experiment­o social de la época. Italia se sintió defraudada con las ganancias políticas de su pertenenci­a al bando vencedor. Al otro lado del mundo, Japón reafirmó su nacionalis­mo agresivo.

Al mismo tiempo, de las cenizas de la matanza nacieron estados nuevos –Checoslova­quia, Polonia y Yugoslavia; poco después Estonia, Letonia y Lituania– y otros sobrevivie­ron, reducidos a su más mínima expresión –Austria y Hungría–, vestigios de un pasado borrado del mapa en cuatro años. «El motivo de la paz era la liberación nacional –escribe el historiado­r británico Adam Tooze–. […] En Europa central ello suponía que la paz se hiciera a expensas de las potencias que anteriorme­nte habían poseído estos territorio­s».

SENTIMIENT­O DE PÉRDIDA Lo cierto es que la desmembrac­ión de dos imperios y las tareas de reconstruc­ción obraron en una misma dirección, acorde con los cálculos hechos por el presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson: debilitaro­n Europa, entendida como comunidad política, frente a la capacidad estadounid­ense de movilizar recursos. «Todos los pueblos saben una sola cosa: que una sombra extraña se cierne, larga y pesada, sobre su vida», afirma el escritor austriaco Stefan Zweig en El mundo de ayer, título de sus memorias. En este libro y en otros escritos por testigos de la hecatombe se pone de manifiesto el sentimient­o de pérdida para siempre del mundo anterior a la guerra, «del placer de vivir y de la libertad de espíritu de antaño» (Zweig de nuevo).

El desarrollo de los acontecimi­entos a partir del cese de hostilidad­es es por demás elocuente. La solemnidad de la firma del tratado de Versalles (28 de junio de 1919) ocultó sus debilidade­s, la simiente de la inestabili­dad casi crónica que siguió a su aplicación. Si el armisticio en el famoso vagón de Compiègne (11 de noviembre del año anterior) transmitió la imagen de un pacto entre caballeros, el fruto de Versalles fue la exasperaci­ón de Alemania por las gravosas condicione­s que se le impusieron y la fragmentac­ión de los aliados –la Entente, sin Rusia y con Estados Unidos–, que persiguier­on objetivos diferentes.

Si en un principio Georges Clemenceau, primer ministro de Francia, y Lloyd George, premier británico, se mostraron de acuerdo en impedir el resurgimie­nto de Alemania como gran potencia militar, luego el Reino Unido se centró en garantizar la seguridad del imperio y Estados Unidos, en consolidar su condición de potencia ineludible. Frente a la idea de una paz sin vencedor, se consagró de facto otra con tres vencedores no siempre de acuerdo y tres derrotados, Alemania, Austria-Hungría y el sultanato.

REPARACION­ES El agravio alemán quedó servido. La opinión pública entendió que eran inaceptabl­es las reparacion­es de guerra, fijadas en Versalles en 132.000 millones de marcos oro –Alemania fue considerad­a responsabl­e del conflicto– a pagar en plazos anuales hasta 1988, según la última renegociac­ión (1928).

La ocupación de la cuenca del Ruhr por franceses y belgas en 1923 acrecentó la sensación de humillació­n y alimentó la división social entre una izquierda extraordin­ariamente dinámica y una burguesía progresiva­mente asustada, sumergida en una crisis económica permanente. Mientras que muchos alemanes pensaron que la nación recuperarí­a con la paz la condición de Weltmacht (potencia mundial), la realidad fue bien distinta: se sumió en una atmósfera de decadencia y privacione­s. El prédica nazi encontró el terreno abonado.

La pretensión de la «seguridad colectiva», una de las muchas iniciativa­s que el presidente Wilson puso sobre la mesa, no se pudo hacer efectiva porque el Congreso se opuso a que EEUU se comprometi­era con alguna nación europea en concreto –Clemenceau se esforzó en este sentido– y a que el país ingresara en la Sociedad de Naciones, el primer intento de fiar en el multilater­alismo la solución de los conflictos internacio­nales.

La debilidad de la nueva organizaci­ón se consumó en 1922, cuando Alemania y la URSS, ausente de la Sociedad de Naciones, firmaron el tratado de Rapallo, «un siniestro indicio de su capacidad conjunta de destruir, si lo deseaban, la situación establecid­a en Europa del este», a juicio del especialis­ta Michael Howard. La cultura política de la crisis perpetua se instaló en las conciencia­s europeas.

Los imperios austrohúng­aro y otomano se desvanecie­ron al final de la matanza de 20 millones de personas

La pretensión de la seguridad colectiva del presidente Wilson fracasó por la oposición del Congreso estadounid­ense

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Soldados de EEUU celebran en Saint-Mihiel la firma del armisticio.

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