El Periódico - Castellano

Abandonado­s en la Font de la Pòlvora

El invierno de 2021 está resultando aún más duro en los barrios que sufren cortes de suministro eléctrico a diario. EL PERIÓDICO sigue una ruta para recoger testimonio­s e historias marcadas por el miedo a vivir a oscuras.

- ELISENDA COLELL FERRAN NADEU

«Pensé que me moría, no podía respirar», explica María Encarna Heredia, vecina del barrio de la Font de la Pòlvora (Girona) cuando recuerda la madrugada del 11 de enero de 2021. La causa del incidente fue uno de tantos cortes de luz repentinos y prolongado­s que sufren los vecinos del barrio. La diferencia es que ella duerme conectada a un respirador de oxígeno. A las cuatro de la madrugada, se salvó de la asfixia porque su hijo se percató que no había electricid­ad y le pudo retirar el aparato. Ella solo lograba toser mientras intentaba tragar algo de aire.

«¿Qué es lo que pasa con la luz?», se pregunta el marido, Serafín Heredia. «Que nos tratan como a unos marginados, nos han abandonado», responden otros vecinos. El ayuntamien­to calcula que la mitad del vecindario está pinchado a la corriente eléctrica, pero todos, unas 500 familias, viven a oscuras un invierno tras otro.

Rabia y angustia

Su factura de la luz del mes de diciembre asciende a 195 euros. Entrar en casa de los Heredia significa dar con una familia cuya rabia y angustia hace meses que ha estallado. «Es muy fuerte, están jugando con nosotros. ¿Somos animales o les gusta jugar con nuestras vidas?», grita el padre, Serafín Heredia, solo abrir la puerta. El 12 de enero estuvieron 9 horas y 25 minutos sin luz. Serafín teme que su mujer se muera mientras duerme. «Nos quieren matar a todos, y nadie hace nada. Ni el ayuntamien­to ni la compañía». Su mujer lo mira, dice: «Estamos desesperad­os» y llora.

Serafín y María Encarna perciben dos pensiones que, sumadas, no llegan a los mil euros al mes. En casa también vive el hijo, en el paro, y su mujer. Acaban de hacer la compra del supermerca­do. «Si seguimos así la tendremos que tirar», explican. La nevera, como el resto de electrodom­ésticos, no funciona. «Estoy harta de ver cómo se cuaja la leche», expone otra vecina del barrio, Nicolasa. La mujer también padece asma y duerme con el temor de que también su respirador se apague. «Me he cansado de explicar mis penurias porque no sirve de nada. Aquí nadie va a mover un dedo para nosotros».

La sensación de que sus vidas valen menos que la del resto de los gerundense­s se palpa en todas las calles de este barrio. «Nos tienen como a los marginados, los gitanos de la Font. Y a nadie le importa un carajo», replica también Juan Manuel Heredia, mientras se calienta las manos en una fogata en la calle. Este padre de familia sostiene seis hijos, y un séptimo que está en camino. En casa le espera su mujer, Cristina Fernández. Hierve agua en una olla para duchar a sus hijos. «El calentador del agua es eléctrico, y con los cortes nunca funciona», explica. Empieza por el pequeño Miguel Ángel, de año y medio. El balcón de la familia está repleto de ropa sucia. «Poner lavadora es una aventura, siempre se acaba apagando. Me da vergüenza llevar a los niños con ropa sin lavar a la escuela», añade.

Hasta en las farolas

La familia vive con 900 euros de la renta garantizad­a de ciudadanía, más el dinero que el padre pueda sacar en los mercados ambulantes o vendiendo chatarra. Al cabo de un rato de entrevista reconocen que están pinchados a la corriente eléctrica. «Lo hicimos hace siete años, cuando empezaron los cortes. Si tengo que pagar y no tener luz, prefiero no pagar. Que inviertan, que funcione la corriente, y entonces pagaremos», se sincera el padre. El cuadro de contadores del inmueble no miente. Solo un contador funciona. El resto están pinchados de forma fraudulent­a. Más de la mitad, con pinzas de plástico de tender la ropa. El padre se lo mira y se asusta. Un incendio en la finca parece inevitable.

Minutos antes, dos operarios municipale­s entran en el barrio por la manipulaci­ón eléctrica al alumbrado público. «La gente se pincha hasta en las farolas. Los fusibles saltan y tenemos que venir aquí día sí día también. Un día ocurrirá una desgracia», dicen. A diferencia de los operarios municipale­s, los de Endesa tienen que venir escoltados con los antidistur­bios de los Mossos a reparar los fusibles. «Y a los dos minutos de irse, la gente se vuelve a pinchar», señala Heredia.

El ayuntamien­to y la compañía

«Si tengo que pagar y no tener luz, prefiero no pagar... Que inviertan y pagaremos»

eléctrica arremeten contra los pinchazos a la red para explicar el problema de la luz en del barrio. Según datos del consistori­o, 250 hogares están pinchados a la corriente. «Aquí pagan justos por pecadores», asumen con la cabeza agachada fuentes municipale­s. Han prometido una auditoría externa que valore si la red tiene un correcto mantenimie­nto, contra lo que arremete la asociación de vecinos. Endesa ha optado por sectorizar bloque a bloque. Es decir, que si se va la luz sea en un edificio, no en todos. El consistori­o ha hecho un proyecto para que los vecinos pinchados se regularice­n, pagando con fondos municipale­s los costes de volver al suministro legal. Hace meses que lo han iniciado, y dicen que nadie se ha apuntado. Cristina se acercó para asesorarse. «Fui a casa y la luz se volvió a marchar. Y pensé, pues paso».

La solución parece que más bien son los generadore­s de corriente. Se ven en los bajos de las viviendas, enganchado­s con cadenas, o hasta en los balcones. Cuando es de noche, y no hay luz, el zumbido de los aparatos resuena por todo el barrio. Forma ya parte del paisaje urbano, como también los cables que salen de las ventanas. Vecinos de diferentes bloques que se intercambi­an los la corriente eléctrica. En cambio, hay una palabra innombrabl­e. ¿Ustedes tienen luz en casa? «No preguntes eso, que da mal augurio», dice una vecina.

Abandono escolar

«¿Quieres saber por qué no hay luz? Yo te lo explico: por la droga, por la marihuana», dice con aparente sorna Juan Amador, en el asiento delantero de un BMW donde lleva a tres amigos más. Entre risas, hablan del negocio de las plantacion­es de maría en el barrio. Resulta que él es el dueño del único bar que sigue en pie en el vecindario. «Sí, esto es fatal. He tenido que cerrarlo. No me van las cafeteras, ni las neveras. Pago mil euros al mes de luz y no me sale a cuenta».

Cristina Fernández dejó de estudiar a los 15 años, cuando se quedó embarazada de su primer hijo. Le gustaría que los suyos pudieran estudiar y se labraran un futuro mejor. Al menos, para salir de la

Font de la Pòlvora. El segundo hijo es el que, de momento, le ha salido más «cerebrito», en sus palabras. En septiembre el chico inició primero de bachillera­to. Dejó los estudios a los dos meses. «Estaba harto de llegar a clase sin los deberes hechos», explica la madre. Son las consecuenc­ias de no tener luz en casa, que aparte de dejarte sin ropa limpia, pierdes la batería del ordenador y te quedas sin wifi para conectarte a clase. Ahora el chico compagina clases de repaso a sus primos del barrio, con algún curso que le pueda ofrecer el ayuntamien­to. La rueda de la exclusión es una apisonador­a implacable.

Siguiente entrega: el barrio de Sant Roc de Badalona.

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Cristina Fernández baña a sus hijos en una olla con agua calentada con gas butano.
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El marido de María Encarna Heredia le coloca el respirador de aire que necesita para dormir.
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Varios vecinos de este barrio de Girona se calientan en la calle con una fogata.

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