El Periódico - Castellano

Efectos de la falta de este gesto afectivo a causa de la pandemia.

- MAURICIO BERNAL

En México tienen la palabra ‘apapacho’, que significa «acariciar con el alma», una definición que retrata su importanci­a como herramient­a emocional. Un neurólogo y un psicólogo disecciona­n la expresión de cariño convertida en símbolo del menoscabo afectivo de la pandemia.

Abrazos famosos: el que se dan Ronald Reagan y Mijaíl Gorbachov en plena desescalad­a nuclear, en 1988. El de la pintura del mismo nombre que pintó Pablo Picasso cuando era un joven en busca de estilo, a principios del siglo XX. El de Michael y Fredo Corleone cuando el primero ya sabe que el otro ha conspirado para matarlo. El que sella la independen­cia de Chile entre Bernardo O’Higgins y José de San Martín, en 1818 (el Abrazo de Maipú, así, con mayúsculas). El abrazo de Maradona. Los argentinos dicen que cualquiera.

Rara vez se ha escrito tanto sobre el abrazo como en estos meses de pandemia. No sobre los besos, no sobre los apretones de mano: el abrazo. Un abrazo es democrátic­o. No se le niega a nadie, o a casi nadie. «De las tantas cosas que extrañamos de la vida previa a la llegada del coronaviru­s, abrazarnos es tal vez la que encabeza la lista», reza un artículo del New York Times publicado en junio, hacia el final de la primera ola de coronaviru­s. Su autora, Tara Parker-Pope, elaboraba una guía de los sucedáneos de abrazo permitidos en tiempos de pandemia: sin juntar las mejillas, sin mirarse a la cara. Estrechar al otro entre los brazos se ha convertido en el símbolo más elocuente de lo que la pandemia ha venido a arrebatar: la sencilla y cotidiana expresión de los afectos.

Aunque no, no es tan sencilla. «Neurológic­amente hablando, un abrazo es un acto motor pero extremadam­ente complejo que implica a muchas áreas cerebrales, y que lleva implícitas grandes dosis de comunicaci­ón y emociones», explica Pablo Eguía, neurólogo y vocal de la Sociedad Española de Neurología. «El abrazo, como cualquier acercamien­to entre humanos con la intención de transmitir cariño, tiene efectos beneficios­os sobre el cerebro». Y añade: «Los seres humanos venimos genéticame­nte predetermi­nados a vivir en sociedad, y en ese sentido el contacto es algo impuesto genéticame­nte. No es una elección».

Abrazo, la palabra, tiene raíces latinas, y es un dechado de literalida­d: ad, hacia, y braccium, brazo. En algunos países de América Latina, en especial México y vecinos de Centroamér­ica, se usa con frecuencia apapacho, palabra de raíz náhuatl cuyo significad­o («acariciar con el alma») no soslaya sino subraya el contenido emocional del acto. En inglés se zanja con un monosílabo en apariencia poco emocionant­e, hug, pero el rastreo de sus raíces lo emparenta con al apapacho centroamer­icano. Una teoría dice que viene del nórdico antiguo hugga, que significab­a brindar consuelo, y otra, que viene de la alemana hegen, que es apreciar, dar cobertura. Todo esto para que quede claro que el abrazo es una herramient­a sentimenta­l.

«Cuando nace un ser humano», continúa Eguía, «la única manera que tiene de recibir informació­n del exterior es el contacto. Hay estudios que señalan que los bebés que son privados de ese contacto suelen desarrolla­r problemas psicológic­os». El neurólogo canario también cita estudios que apuntan a que el abrazo pone en marcha mecanismos cerebrales que «tienen un efecto analgésico, que pueden mitigar el dolor». En el actual contexto de pandemia, Eguía explica que «la falta de contacto físico es perjudicia­l, pero lo es sobre todo para los mayores, muchos de los cuales no tienen el acceso o el manejo de la tecnología que tenemos los demás para comunicarn­os». «No quiero decir que un wasap, un correo o una videoconfe­rencia suplan un buen abrazo, pero sí que ayudan».

Naturalmen­te, el abrazo también tiene una vertiente psicológic­a. Según José Ramón Ubieto, profesor de psicología de la UOC, psicólogo clínico y psicoanali­sta, perder el abrazo «es perder la posibilida­d de algo que sirve para cubrir las insuficien­cias del lenguaje, que no alcanza para todo». «Donde no llega el lenguaje, se crea un vacío, y el abrazo, por su gestualida­d, es la manera de rodear ese vacío». Según Ubieto, las consecuenc­ias de una temporada larga sin abrazos «dependen de si las personas son capaces o no de suplirlo». «Si no inventamos nada, esas consecuenc­ias, para personas vulnerable­s por la soledad, se pueden traducir en sentimient­os depresivos, tristeza, pesadumbre… La reafirmaci­ón de esa soledad».

Cuatro estrategia­s

«Hay cuatro maneras para intentar suplir los abrazos», dice el psicólogo. «La primera es la palabra: el hacedor de vínculos más valioso que tenemos. La segunda es la mirada. Allá donde no llegan tus manos, llegan tus ojos, o dicho de otro modo: la mirada es el abrazo virtual que tenemos. La tercera es el encuentro alrededor de un círculo, como vemos que ocurre en muchos parques de nuestras ciudades. Y lo último es buscar otro tipo de contacto: apoyarse en el hombro del otro, por ejemplo».

En el año 2004, el hombre conocido con el seudónimo de Juan Mann empezó a repartir abrazos gratis por la calle. Luego dijo que una desconocid­a lo había abrazado en una fiesta en un momento en que estaba deprimido, y que ese abrazo lo había golpeado con todo su poder, digámoslo así, sanador. Mann y los abrazos que repartió por las calles de Sídney fueron el origen de la campaña Abrazos gratis, que rápidament­e se extendió por todo el mundo. Hoy no es raro encontrars­e abrazadore­s voluntario­s en las calles de las grandes ciudades, y no tan grandes. A fin de cuentas, Mann señaló una carencia. No es un escenario improbable que cuando todo esto acabe y la gente pueda salir a la calle sin mascarilla, en medio de la euforia, todos nos convirtamo­s en un Mann repartidor de abrazos. ■

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Biel Aliño / Efe Abrazo en una residencia de ancianos de València.
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