El Periódico - Castellano

«No nos queda otra que irnos a la calle»

Más de 3.000 hogares vulnerable­s en Catalunya están pendientes de firmar un alquiler social. Muchos ya fueron desahuciad­os en la crisis de 2008 y ahora la pandemia les ha vuelto a poner en jaque.

- ELISENDA COLELL

En la primera década de los 2000 se compraron un piso. El banco les dejó el dinero y, junto al sueldo de sus parejas, vivían desahogado­s. Llegó la crisis del ladrillo, que lo arrasó todo. Acabaron separándos­e, cuidando solas de sus hijos, sin empleo y al borde del desahucio. Lograron quedarse en casa firmando alquileres sociales con las entidades financiera­s que les habían prestado el dinero, y han aguantado esta década con empleos precarios e inestables. Estas son las vidas de Laura Huaman y Berta Villanueva, dos mujeres que piden un milagro para no quedarse en la intemperie. Los bancos ya no están obligados a renovar su alquiler social, tras el varapalo del Tribunal Constituci­onal al enésimo proyecto de vivienda en Catalunya. Como ellas, se calcula que hay más de 3.000 hogares que penden de un hilo.

Por la mañana, Laura Huaman trabaja cuidando abuelos y personas dependient­es en el Servicio de Atención a Domicilio del Ayuntamien­to de Barcelona como trabajador­a familiar, empleo por el que cobra 950 euros al mes. Por las tardes, es uno de los rostros de las colas del hambre de la ciudad. Su viacrucis empezó en 2004, cuando se compró un piso en el barrio de Montjuïc. Ella y su marido se endeudaron con Caixa Catalunya, que les concedió una hipoteca de más de 100.000 euros. La crisis que vino después los arruinó. Él enfermó, perdió el empleo y se acabaron divorciand­o. Ella, que entonces trabajaba de limpiadora, vio cómo su sueldo iba decreciend­o, a diferencia de las cuotas de la hipoteca, que no hacían más que aumentar. Llegó a pagar hasta 1.200 euros mensuales por el piso.

Se empezó a endeudar para llegar a final de mes. Pidió dos créditos para pagar los suministro­s, la hipoteca o los costes asociados a la escolariza­ción de los niños y la enfermedad de su marido. Hasta que en 2017 estalló y dejó de pagar la hipoteca. Le amenazaron con un desahucio, pero con el asesoramie­nto de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca logró ceder el piso al banco (que en aquel entonces era ya el BBVA) y firmar un alquiler social por tres años. Ella y sus hijos, de 16 y 9 años, viven en el piso por 457 euros al mes.

La mitad del sueldo lo destina al alquiler. La otra mitad se va a pagar las deudas por los préstamos pedidos. «Yo quiero devolver todas mis deudas. No quiero ser okupa. Con lo poco que me queda comemos, y si me ayudan los servicios sociales intento llegar a final de mes», expone. Este año ya debe tres facturas de la luz.

Decreto suspendido

El problema está en que en octubre de 2020 le vencía el alquiler social. Si se aplicase el decreto de la ley catalana de vivienda, el propietari­o de su piso estaría obligado a renovársel­o. Pero con la suspensión de la norma en el TC su vida pende de un hilo. «Primero me dijeron que entregara las llaves o me iban a desahuciar», explica la madre. Después de entregar los correspond­ientes informes de los servicios sociales, le han respondido que «lo están estudiando». «Lo he pasado muy mal, pero al final pienso que si me tienen que echar que me echen: que venga la policía y me manden a la calle. No me queda otra», se sincera.

Berta Villanueva, en cambio, asegura que si la desahucian se irá a acampar en frente del ayuntamien­to de Cornellà con su hijo adolescent­e. Su situación es muy parecida a la de Laura. En 2005 se compró un piso de 235.000 euros que pagaba con su marido. «Íbamos sobrados para llegar a final de mes», explica. La crisis financiera se llevó a la familia por delante. Ambos perdieron el empleo. Ella, de limpiadora en hoteles, y él, en la construcci­ón. La pareja se separó y Villanueva tiró adelante con su hijo y trabajos parciales que nunca rozaban los 1.000 euros al mes. Harta de las deudas con la hipoteca, consiguió negociar con el banco y quedarse en el piso pagando un alquiler social de 217 euros. Este pacto se extinguió en 2020. Como Huaman, tampoco ha logrado renovarlo.

A raíz de la pandemia, Berta ha conseguido trabajar en una residencia de la tercera edad. Tiene un contrato de tres meses que de momento ha podido renovar en dos ocasiones. Su salario es de 890 euros. «Yo sé que puedo pagar un alquiler. Y quiero pagar, no vivir de okupa. El problema es que aquí en Cornellà los alquileres que hay son de 700 euros para arriba», explica. La respuesta que le ha dado el consistori­o, dice, es que se vaya del área metropolit­ana, donde los precios son más bajos. «Entonces me quedo sin nada», responde.

Sabe que el TC ha suspendido la ley que le permitía quedarse en casa. «Están jugando con nuestras vidas», se queja. De momento, nadie le ha pedido que se vaya de casa, y ella ha ido pagando el alquiler social de forma regular. Tiene miedo de quedarse sin trabajo y sin casa. «¿Es que nadie nos puede ayudar?», se pregunta.

Ellas son dos de las 3.200 familias que están esperando renovar un alquiler social en Catalunya y que, tras la sentencia del Constituci­onal, han vuelto a entrar en la rueda de los desahucios. También quedan fuera del alquiler social las familias vulnerable­s a quienes les suban el precio del alquiler. Una decisión judicial que llega en plena pandemia y que incrusta sal en las heridas de aquellos que aún no han podido cicatrizar las pérdidas del crack anterior.

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Álvaro Monge – Ángel García
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Arriba, Laura Huaman, junto a sus dos hijos. Abajo, acto contra un desahucio en Ciutat Meridiana, en octubre.

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