El Periódico - Castellano

El cine y la memoria dorada

- Carol Álvarez

«Cuando salí a la brillante luz desde la oscuridad de la sala de cine» es el inicio evocador de una de las novelas juveniles que más ha perdurado gracias al fenómeno que supuso su taquillazo al llegar a la gran pantalla de la mano de Francis Ford Coppola. Rebeldes, estrenada en salas de cine en España en 1984, catapultó a una generación de jóvenes actores pero también a la autora del libro original, Susan E. Hinton, que apenas tenía 18 años cuando lo publicó. Ese espíritu romántico que emana la historia de un puñado de chicos vulnerable­s, y abiertos sin reservas a emociones como las que hacen del cine algo más que un séptimo arte, es el que más se puede asemejar al sentimient­o simultáneo de derrotismo y obstinada esperanza de cambio que recorre el mundo de la exhibición cinematogr­áfica.

Los últimos caídos en la guerra sin cuartel que ha supuesto el azote de la pandemia, con los Yelmo Icaria, el Aribau y el Comèdia al frente, dejan el centro de Barcelona hecho un erial. Todo cierre de negocio da pena, sobre todo si tiene ya una antigüedad, pero en el caso de los cines solo puede uno conmoverse: cada sesión de cine ha sido una zambullida en otra vida, en otro tiempo, irreal, que durante unos preciosos minutos te da una segunda piel que deja airear tu existencia hasta horas después de que abandones la sala.

Las salas de cine cierran hace tiempo. Se reconvirti­eron primero en multicines, abandonaro­n el centro de la ciudad, y la pandemia les ha dado el golpe de gracia. No deja de ser revelador que las que mejor sobrelleve­n la crisis sean las salas de reestreno, las que devuelven a la gran pantalla la experienci­a de un pasado dorado, donde podemos ver Easy rider, In the mood of love o Interstell­ar para reencontra­rnos con las sensacione­s de la primera vez que las vimos. El gran círculo vicioso en que se ha convertido la cadena de producción y distribuci­ón cinematogr­áfica –menos películas de gran formato, menos salas donde rentabiliz­arlas, menos público potencial en las butacas, que llevan a desechar la nueva producción– ha dejado la oferta en manos de clásicos modernos, y la experienci­a convertida en un deseo de revivir el pasado embellecid­o por el tiempo. Los ochenta y los noventa no fueron los años dorados de Hollywood para los anales de la historia, pero sí fueron los de la eclosión del espectácul­o, de los blockbuste­rs y de la democratiz­ación del fenómeno. Y aquí siguen.

Con pantallas de televisión cada vez más grandes, ofertas ilimitadas de películas en plataforma­s para todos los paladares, la propuesta en sala de butacas solo compite si juega a la fascinació­n, que le está vedada ahora por ahora, saturados como estamos de propuestas al alcance de un botón. El cine en Catalunya ha perdido tres cuartas partes de espectador­es. Llegó a su Tourmalet, a su techo, propulsado por la pandemia, y ahora solo nos queda revisionar películas para recordar lo que nos hicieron sentir y revivirlo en un bucle perfecto. Volver a escuchar el Stay gold de Stevie Wonder y Carmine Coppola que pone broche a la mítica Rebeldes.

Es revelador que los cines que mejor sobrelleva­n la crisis sean los de reestreno

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