Al estilo pregonero
Me gustaría abundar, si me lo permiten, en un asunto del que ya se ocupó el pasado sábado en este mismo periódico mi colega y compañero (en el teatro, como en estas páginas) Carles Sans, en su artículo Los medios y el miedo. Asumo que es, precisamente, la especial sensibilidad que nos proporciona nuestro común oficio (llámese olfato, llámese deformación profesional) la que nos hace coincidir en la observación del fenómeno. Confieso que llevaba semanas dándole vueltas al asunto y considerando hasta qué punto merecía una reflexión pública en esta columna. Carles Sans, con triple velocidad y diligencia (yo viajo a pie, él en tricicle) se me ha adelantado y me alegro. Esto me permite subirme al carro de sus consideraciones y avanzar con él unos metros por el mismo camino.
Hablaba Carles de cómo en estos tiempos de angustia y desasosiego algunos medios de comunicación (él señala a la televisión, yo añadiría también algunas emisoras de radio) están imponiendo, cito textualmente, «un estilo de comunicación alarmista y aterrador que genera nerviosismo y que menoscaba el ánimo de todos». Te quedaste corto, Carles. Voy más allá: a veces tengo la sensación de que lo que algunos medios pretenden es llevarnos a todos al borde del infarto, lo cual, y teniendo en cuenta la saturación actual de las ucis, es, además de peligroso, irresponsable. Porque una cosa es informar (hablar, narrar, explicar) y otra muy distinta acojonar (con perdón), convirtiendo cada información del covid en algo así como una sesión golfa del Festival de Sitges, sobresalto tras sobresalto. Hablan de nuevas cepas como si se tratara de un ejército de Godzillas avanzando en formación Ramblas abajo, leen las cifras de contagios con el oblicuo matiz de «ponte de rodillas y santíguate, que de esta no te libras ni con agua bendita», y dicen pandemia con el tono de quien dice armagedón o apocalipsis.
Esto ocurre, naturalmente, en aquellos medios donde la información se da de viva voz. Es ahí, en el tono, en el matiz y en el volumen, donde se produce la sobreactuación. Se abusa de los agudos y de la velocidad en la dicción. Dicho en plata: se habla a gritos y a mil por hora. Hay como una excitación sobrevenida; como si el mensajero persa llegado de las Termópilas, en lugar de apesadumbrado y sin aliento, se presentara exultante y ardiendo en deseos de soltar la mala nueva. Se añade a esto una costumbre que ha tomado carta de naturaleza en algunas televisiones: acompañar las imágenes con una narración al estilo alguacil pregonero. A falta de corneta, la voz aflautada. Y el mismo, o parecido, soniquete: «De orden del señor alcalde...» Me pregunto: ¿no sería mejor el medio tono y el hablar cercano?
Posdata: esto no ocurre, sin embargo, en la prensa escrita, donde el lector, en ejercicio de su libertad, aplica a cada noticia el tono, el matiz y el volumen que le parece más adecuado. Como, de seguro, están haciendo ustedes ahora mismo con este escrito.
A veces tengo la sensación de que lo que algunas radios y televisiones pretenden es llevarnos a todos al borde del infarto