Antonio López, no solo un negrero
Un exhaustivo libro repasa la biografía del marqués de Comillas y deja claro que su condición de esclavista no es la única razón por la que su estatua reposa al raso en un depósito municipal. A pesar de ello, BCN aún le dedica una plaza cerca del mar.
La estatua de Antonio López fue descabalgada de su pedestal el 4 de marzo de 2018 porque alguien que comerció con esclavos, como se subrayó durante la parranda organizada para celebrar tan simbólico acto, no merec honores en Barcelona. La plaza, vaya, continúa dedicada aún a Antonio López. Hay planes para cambiarle el nombre. Cuando suceda, será su sexto bautismo. La cuestión es que en mitad de este paréntesis, de dos años ya, Martín Rodrigo Alharilla, profesor de Historia Contemporánea en la Universitat Pompeu Fabra, acaba de publicar la más exhaustiva biografía sobre López, marqués de Comillas, Grande de España y, probablemente, el barcelonés más adinerado del siglo XIX, un retrato con el que, según se mire, la condición de mercader de esclavos no sería la única razón de peso para retirarle los honores.
Un hombre, mil negocios es una profunda inmersión documental que no solo acredita que López fue un avispado intermediario en la compra y venta de esclavos en Cuba, sino que cuando regresó a la península con una gran fortuna, se convirtió en el paradigma de una prototípica clase de empresario español que solo entiende y practica el libre mercado si el poder político le sujeta el paraguas cuando llueve. Los episodios lopezianos que relata Rodrigo Alharilla resultan tan familiar que, a su manera, se podría intuir una oblicua admonición sobre el tiempo presente.
Segunda entrega
El autor no es un desconocido en esta siempre controvertida materia. En 2017 sorprendió a la comunidad académica y, sobre todo, a la política local con el capítulo inicial de un libro coral titulado Negreros y esclavos, Barcelona y la esclavitud
atlántica, en el que revelaba que antepasados de algún primera espada catalán fueron capturados por la flota británica con (como diría Hergé) stock de coque. El pasado negrero de la familia no es algo de lo que se presuma, pero los tiempos corren en contra de la ocultación, celebra Rodrigo Alharilla, gracias a que en el Reino Unido toda la información sobre tan infame tráfico de seres humanos ha sido por fin digitalizada y abierta al público para la libre consulta. Es así, en parte, como ha logrado de manera inequívoca zanjar el debate sobre si Antonio López fue un negrero o si, por el contrario, como han defendido estos últimos años algunos herederos de la burguesía catalana, José Joaquín Güell de Ampuero, por ejemplo, eso solo son maledicencias.
La leyenda literalmente negra sobre López comenzó dos años después de su muerte porque su cuñado, Francisco Bru Lassús, enemistado con él, publicó un encendido libelo en el que, sobre todo, destacaba que el marqués de Comillas, intocable en vida, «se entendía con los capitanes negreros y a la llegada de los buques compraba todo el cargamento a bajo precio en Santiago de Cuba y lo enviaba a La Habana y a otros puntos de la isla».
Negros de ambos ‘secsos’
La investigación de Rodrigo Alharilla avala las acusaciones de aquel cuñado despechado y concluye fehacientemente que aquel joven que arribó a Cuba en 1838 para abrir un colmado de productos de baratillo pronto vio la oportunidad de hacer negocio con algo que desde hacía ya un año era ilegal en la España peninsular, el tráfico trasatlántico de esclavos. En 1850 fue sorprendido cuando recogía un cargamento de africanos en una playa cubana, transportados a bordo de la goleta La Deseada. En la Cuba colonial, la compra y venta de personas no estaba prohibida, pero si la importación desde África, así que lo ocurrido en aquella playa ya sería, por sí solo, una indeleble mancha curricular en el prohombre que un día iba a ser López. Pero hay más pruebas. «Compran negros de ambos
secsos en partidas y sueltos al contado los señores Antonio López y hermano». El anuncio, publicado en el El Redactor de Santiago de Cuba, añadía la dirección a los interesados: calle de la Marina, número 38. Que con los beneficios de cada transacción se pudieran amasar fortunas no es extraño a la luz de un par de cifras que Rodrigo Alharilla pone sobre la mesa. A Estados Unidos, dice, se calcula que llegaron capturadas en África y trasladadas a la fuerza unas 390.000 personas. A Cuba, con idéntico sistema y propósito, unas 900.000.
A mediados del siglo XIX, La Habana era la cuarta ciudad más poblada de América, tras México, Lima y Nueva York, una urbe capaz de toserle en prosperidad a Barcelona. El primer ferrocarril de España, de hecho, no fue el de Mataró, sino el de La Habana. Pero en
1852 la isla encadenó un terremoto, unas lluvias torrenciales y una epidemia de cólera, tres catástrofes que, a lo mejor, empujaron a López a regresar. Eligió Barcelona, y es sobre esta etapa sobre la que Rodrigo Alharilla realiza un retrato hiperrealista del empresario.
Guerra, barcos y cantina
Muy resumido, porque siempre es mejor leer el libro, López, además de otros negocios, funda una naviera para la que pronto encontrará un lucrativo uso. La insurrección en Cuba es creciente. Él y 127 empresarios españoles más, la mayoría catalanes, presionan al Gobierno para que envíe tropas a la isla. El siglo XIX no es precisamente una balsa de aceite en la España peninsular. Se suceden las guerras carlistas, crueles hasta límites insospechados. López y sus asociados se encargan de reclutar voluntarios. El Gobierno cede, pero no tiene barcos con los que transportar a la tropa. López, sí. Cobra por cada soldado y, lo que es mejor, saca un enorme beneficio por lo que consumen en la cantina durante la travesía.
España era, entrado ya el último tercio del siglo XIX, una anomalía en Europa. En la mayoría de capitales del viejo continente se pasaba ya una cierta vergüenza por el pasado esclavista y en Barcelona y Madrid se defendía aún su conveniencia. En ese contexto, Antonio López fue un indispensable promotor en 1870 del llamado Círculo Hispano Ultramarino, lo más cercano a un partido negrero que haya habido en España. Fracasó en su intento de evitar la abolición de la esclavitud en las colonias hispanas, cierto, pero en su corta historia hay un episodio que Alharilla ha tenido el acierto de rescatar del olvido.
Con Juan Güell como presidente y Antonio López en el puesto de vicepresidente, el Círculo Hispano Ultramarino nombró socio de honor a un periodista y escritor de desconcertante recuerdo, José Ferrer de Couto, exmilitar, protagonista de duelos a pistola, director de un diario en Nueva
York próximo a las tesis confederadas del sur esclavista y, lo que quizás le abrió las puertas del Círculo, autor de un libro titulado Los negros en sus diversos estados y condiciones, tales como son, cómo se supone que son y cómo deben ser. No era un don nadie. Sostenía que a los africanos no podía hacérseles mejor favor que «arrancarlos de los altares del Demonio y trasplantarlos a tierras cultas donde al fin alcanzaban el conocimiento de Dios y de la vida social, por los caminos de la religión y el trabajo».
Antonio y Victoria
Ferrer de Couto no tiene calle en Barcelona. López, lo dicho al principio, aún tiene su plaza. Su estatua sigue en pie, en un depósito. Por sus medidas, duerme al raso. Tiene pareja. A su izquierda está la
Victoria que Frederic Marès esculpió por encargo del franquismo. ¿Es adecuado ese retiro? Rodrigo Alharilla opina que el destino de esa estatua debería ser un museo en el que se exhiba en su adecuado contexto, no para mayor gloria del personaje, sino para contrición colectiva. Tal vez algún día…