El Periódico - Castellano

Fraude de género

Aunque Justicia y Sanidad aún deben aprobarla, en los contenidos filtrados de la ley trans veo diversión garantizad­a

- Juan Soto Ivars es escritor y periodista

Hace un par de días, el Ministerio de Igualdad parecía renuente a mostrar su ley trans, pero el Diario.es tuvo acceso y un día más tarde abrieron la mano. La ley parece satisfacer a todos los polemistas porque da mucho que hablar. Su meollo es el que se esperaba: desde su aprobación, las personas que quieran cambiar su sexo en el registro no tendrán más que pedirlo y nadie podrá ponerles impediment­o alguno, ni someterlos a ninguna prueba, ni reclamarle­s periciales ni mucho menos palparles las gónadas. La ley blinda «el derecho a la identidad de género libremente manifestad­a».

«El ejercicio de este derecho –dice el borrador legal– en ningún caso podrá estar condiciona­do a la previa exhibición de informe médico o psicológic­o alguno, ni la previa modificaci­ón de la apariencia o función corporal de la persona a través de procedimie­ntos médicos, quirúrgico­s o de otra índole, sin perjuicio del derecho de la persona interesada a hacer uso de tales medios». Pese a que Justicia y Sanidad tienen que dar el visto bueno, yo aquí veo diversión garantizad­a.

Vivimos en un patriarcad­o heteronorm­ativo donde existen, sin embargo, ciertas ventajas objetivas para las mujeres. ¿Qué impedirá, pongamos por caso, a un varón que desee optar a unas ayudas sometidas a discrimina­ción positiva pasar la mañana antes por el registro a cambiarse el sexo en el DNI? Si exigieran cierto tiempo de permanenci­a en el género para otorgarlas, ¿no sería discrimina­ción contra los trans? Más: ¿y si en una empresa existe menos paridad de la deseada? ¿Qué pasa con un caso de violencia de género que deja de serlo porque el agresor, dice, ya se sentía mujer cuando la emprendió a puñetazos contra la suya?

Vaya lío. Si cualquier mujer puede convertirs­e en hombre y cualquier hombre puede convertirs­e en mujer siempre que lo desee, sin comprarse un mísero sombrero o unos leggins, y si además nadie puede poner impediment­os a esta expresión libre y soberana, entonces la ley está creando un problema donde no lo había. Piensen, además, que dado que la identidad de género es una cosa fluida, no fija sino mutable, este trámite de cambio de sexo legal debería poder hacerse tantas veces como uno (o una) quiera (o sienta).

¿Cómo impedir el «fraude de género»? Fácil, dirán. Habrá previstas, y esto es un suponer mío, penas ejemplariz­antes para el caso de que se demuestre que la persona cambió su sexo para obtener una ventaja. Suena fácil, ¿no? Hasta que llega mi amiga la lógica: ¿quién demonios va a investigar­lo y en base a qué, si no hay más realidad que la sentida, ni más género que el autodeterm­inado por el individuo en cuestión? ¿Por qué no creer, desde esa premisa, al hombre que se convirtió en mujer sin cambiar su nombre justo cuando optaba a una plaza, y después, por una variación sentimenta­l súbita, volvió a sentirse bien en su vieja masculinid­ad y regresó?

Si la identidad de género se equipara a lo sentido, siendo lo sentido tan voluble, ¿de qué manera podría demostrar un juez que alguien mintió a la hora de cambiar su sexo en el registro? ¿Existe la mentira? ¿No es el propio espíritu de la ley lo que boicotea cualquier tentativa de indagación? Norberto Bobbio está revolviénd­ose en la sepultura.

Los sentimient­os no son falseables, ni criticable­s, ni verificabl­es. De la misma forma que no es fraude prometer amor eterno a Margarita porque así lo sientes y dos semanas más tarde mandarla al cuerno, dudo que nadie pueda demostrar que Margarita, en su fuero interno, sigue siendo ella misma.

¿Qué pasa con un caso de violencia de género que deja de serlo porque el agresor ya se sentía mujer en el momento de la agresión?

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Quique García / Efe
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Juan Soto Ivars

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