‘Fact check’ de campaña: las cuatro mentiras de Ignacio Garriga
y el récord absoluto de voto por correo eclipsan el pulso entre los partidos, que crece en intensidad. La terna de favoritos para la victoria sigue en un pañuelo y sin aclarar sus pactos.
Si a finales de 2017 todos los catalanes sabían que había elecciones porque las convulsiones de aquel otoño habían tensionado como nunca las costuras de la sociedad, en esta ocasión toda la ciudadanía es consciente de que el próximo domingo se vota porque el trauma de la pandemia y sus posibles consecuencias durante la jornada electoral están eclipsando el pulso entre partidos y candidatos en una más que atípica campaña que acaba de cruzar la línea del ecuador. Aunque esta primera semana se ha hablado más de cómo votaremos que de qué votaremos, el fuego cruzado existe y se ha avivado a una velocidad mucho mayor de la esperada, tanto entre independentistas y constitucionalistas como dentro de cada bloque.
Esta batalla política sin tregua se ha visto relegada por las alarmas lanzadas desde algunas administraciones a raíz de la avalancha de miembros de mesas electorales que han litigado para tratar de librarse de la jornada por miedo al coronavirus. Esta circunstancia, habitual en toda cita con las urnas pero nunca en tanta magnitud, obliga a andar sobre un limbo legal y ha llevado a algunas juntas electorales a alertar de que un excesivo absentismo el 14-F podría retrasar 48 horas el desenlace de las elecciones, pues la ley fija ese plazo para que se vote en aquellas mesas que no se hayan podido constituir el día de los comicios. Sin embargo, los responsables del proceso electoral de la Generalitat minimizan este riesgo y creen que los problemas serán muy puntuales, aunque sí reconocen que hasta la misma víspera del día de la votación no se podrá calibrar el volumen de incidencias.
284.706 votos por correo
El otro obstáculo logístico que habrá que salvar el mismo día 14 será la marea de votos por correo que se añadirán a los que se depositen en las urnas. 284.706 electores han solicitado votar de forma anticipada, récord absoluto en España en 45 años de democracia. Los candidatos se han encargado de alentar esta vía de participación para evitar aglomeraciones en los colegios electorales, pero no serán ellos los que den ejemplo, pues todos prevén hacerse la tradicional foto en su punto de votación. Pese a estos llamamientos, los organizadores del proceso electoral sostienen que «no habrá lugar más seguro que el colegio electoral».
Tantos temores y recelos contrastan con la relajación de las restricciones que entrará en vigor mañana, justo la semana en que, según los informes que la Generalitat esgrimió para intentar aplazar los comicios, la tercera ola del covid debía hollar su pico. Que la participación bajará es un hecho porque las elecciones de 2017 significaron un techo (79%) inalcanzable en tiempos de pandemia. Las encuestas estiman que la participación volverá por sus fueros, a cotas anteriores al
procés, a las épocas del pujolismo y el tripartito, cuando pivotaba alrededor del 60%.
A falta de la última hornada de sondeos, el promedio de las últimas semanas mantiene en un triple empate técnico a PSC, ERC y JxCat, pero también pronostican que alrededor del 30% del electorado continúa indeciso. Ese factor será clave para desencallar el triunfo, que también depende del juego de contrapesos entre la balanza metropolitana que se disputan republicanos y socialistas, y la pugna por la hegemonía independentista entre Esquerra y Junts.
Ante lo reñidos que están estos frentes, ERC ha tenido que combinar su estrategia de polarizar la campaña con el PSC, echándolo en brazos incluso de Vox, con una defensa de los incesantes ataques de JxCat, acusaciones de corrupción incluidas. El republicano Pere Aragonès mantiene, pese a los noes cosechados, su oferta de un Govern que una a todas las fuerzas que defienden la autodeterminación y la amnistía y, de paso, diluya el peso de Junts y aísle a los socialistas con la derecha.
Con una sola opción de pacto, la posconvergente Laura Borràs busca el cuerpo a cuerpo con sus socios independentistas, que la han dejado sola con la bandera de la DUI y hasta han cuestionado su ideoneidad como candidata ante la causa judicial que tiene abierta por cuatro delitos de corrupción. Ni ERC ni la CUP le han garantizado su apoyo, como tampoco ella y su cabeza de lista, Carles Puigdemont, han dejado claro hasta dónde estarían dispuestos a elevar el listón de sus votos si vence Aragonès. La efímera imagen de unidad soberanista la protagonizaron los presos en un acto conjunto de Òmnium que no logró disimular los recelos. El tercero en disputa, el socialista Salvador Illa, diana del independentismo y de las derechas, intenta escabullirse de la bronca sin aclarar cómo podrá neutralizar el veto de ERC a una investidura que ha prometido intentar si gana. Tiene el aval de los comuns, que escampan la sospecha, como ERC, de que el PSC sería capaz de buscar apoyos en las derechas, que se baten en duelo con Vox para evitar ser sorpasados, con tal de descabalgar al independentismo. Pocas esperanzas hay de que el esprint final de la campaña, que incluye debates en catalán y en castellano, sirva para resolver tantos enigmas. Y estos tampoco se despejarán si el dictamen de las urnas es tan apretado como auguran los sondeos. Si los independentistas revalidan su mayoría en el Parlament, la azada para desbrozar el acuerdo y evitar el bloqueo sería que la distancia entre ERC y Junts fuese lo suficientemente amplia como para que pudieran fijarse condiciones inasumibles que den alas al fantasma de la repetición electoral.