El Periódico - Castellano

Toti Soler, un refugio contra el ruido

- Toti Soler Casinet d’Hostafranc­s 5/2/2021 JORDI BIANCIOTTO

Arrecie la lluvia o luzca el sol, en la salud y en la enfermedad, la guitarra de Toti Soler representa un espacio de serenidad virtuosa, allá donde no alcanza el ruido del mundo. Sus notas justas y sus arpegios pulcros, su voz de confianza y sus golpes de genio con vistas al sur nos invitaron, el viernes pasado, a respirar hondo y a perdernos a gusto por los caminos del arte y la poesía en un Casinet d’Hostafranc­s alzado como búnker cultural en días de virus y griterío político.

Toti Soler viene de un mundo que parece ir quedando atrás entre la niebla, el entorno de aquella cançó que supo leer el país y el mundo en los años 60 y 70, si bien su música conserva intacto, crecido si cabe, su poder imantado. Artista de la vieja escuela, de los que se levantan después de cada pieza para saludar y agradecer los aplausos. Músico de un rigor que no es «de eixe món» y que, esta vez, en Barnasants, sin colaborado­res ni invitados, solo en escena, nos interpeló por el conducto más puro y hondo, desde sus primeras piezas instrument­ales e introducie­ndo el canto sigiloso en Em dius que el nostre amor, composició­n de ese álbum de cabecera llamado Liebeslied (1972). Poema de Joan Vergés, como también Amiga callada. Y el Joan Vinyoli de la Cançó de la set que no mor.

Sutoque con las seis cuerdas, ese estilo bautizado un día como guitarra catalana por un aventurado promotor suizo, es un compendio de modos y herencias que abarcan desde la severidad de Bach al golpe de caja propio de un rumbero, jugando cuando tercia con la armonía atonal y la insinuació­n jazzística. Y el arte flamenco en la recámara: Toti Soler fue una vez ese muchacho que, mientras sus colegas de generación enloquecía­n con Jimi Hendrix o Eric Clapton, colgó la guitarra eléctrica y se largó a Morón de la Frontera a estudiar con el maestro Diego del Gastor. Convencido pese a todo de que el músico flamenco nace, y no se hace, ironizó cuando anunció su «intento de bulería» y su audaz «soleá japonesa» a costa de El guardià de ramats, con texto de Pessoa.

El recital fue también una conmemorac­ión de los clásicos de una era: el Leonard Cohen de Susanna, el primerísim­o Raimon de Som y el amigo Ovidi Montllor en aquella pieza que le dedicó, Què et sembla, Toti?, y en Cançó de suburbi. Y el recordator­io de Léo Ferré, con quien el guitarrist­a grabó un triple álbum en los 80. Referentes que no deberían quedar para el disfrute exclusivo de una generación, y que evocó quejándose un poco del frío («tengo las manos heladas»), pero con buen humor. También cuando el balbuceo de un niño se coló en una de sus interpreta­ciones instrument­ales. Pieza «para guitarra y voz infantil», bromeó. «Siempre es un gusto escucharla­s».

Toti Soler, en paz con el ciclo de la vida, saludando a la humanidad que viene y retrocedie­ndo al principio de todo en L’espera inútil, pieza con música de su padre, Jordi Soler Bachs, y texto de Marià Manent. Centró el bis junto con ese hito minimalist­a que es Petita festa, canto a la soledad extrema y símbolo último de este músico caracteriz­ado por su arte discretame­nte radical.

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Ferran Nadeu Toti Soler, durante su actuación, el pasado viernes.
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